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Proposals for a world governance Propuestas para una nueva Gobernanza Mundial

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I – Introducción

Dinámicas de evolución y surgimiento de una nueva gobernanza mundial

  • Una eterna pregunta que hoy se plantea nuevamente
  • La mundialización requiere de una arquitectura que integre pero supere a los Estados-Nación
  • La urgencia y la complejidad de los problemas están globalmente desfasadas en relación a nuestros modos de gobernanza
  • Impulsos y frenos para el surgimiento de una nueva gobernanza mundial
  • Un primer paso inevitable: ¿qué sociedad mundial queremos?

 

II – Propuestas para una nueva gobernanza mundial

  • Organizar foros multi-actores articulados por sectores de actividad, piedra angular de una gobernanza mundial eficaz
  • Constituir conjuntos geopolíticos a escala regional
  • Elaborar un Índice de Gobernanza Mundial
  • Instituir un Tribunal Ambiental Internacional
  • Constituir una fuerza armada mundial, basada en el voluntariado, independiente de los Estados y regida por el derecho internacional
  • Promover redes industriales y de servicios a escala local, articuladas en los niveles regionales y transnacionales mediante un sistema de monedas regionales.

 

 

 

Una eterna pregunta que hoy se plantea nuevamente

¿Cómo organizarse? ¿Cómo organizarse de manera justa y sustentable? ¿Cómo gobernar de manera eficaz? Ésas son las preguntas, sencillas en un principio, que atormentan a filósofos, juristas y teólogos desde la Antigüedad. Ésos son los interrogantes que intentan resolver los pueblos y los responsables políticos, aunque estos últimos hayan encontrado a menudo, por cierto, respuestas diferentes a las de los primeros. Tanto si hablamos de la Grecia Antigua como de la Gran Persia, la India, la China unificada o los imperios aztecas e incas, por sólo citar algunos casos, la búsqueda de la mejor organización política posible constituyó y constituye todavía la base de toda reflexión sobre la gobernanza y, con más razón, sobre la buena gobernanza.

 

Sin embargo, el amplio corpus que se aplicó para responder a esta problemática que define la esencia misma de la humanidad, se confinó esencialmente a la organización de sociedades cerradas y, en su mayoría, homogéneas. Cerradas por sus fronteras y por los límites de sus aparatos estatales; homogéneas, porque una cultura dominante solía regir las sociedades, incluyendo las sociedades pluriculturales como el imperio otomano o el incaico. Esa cultura dominante, que durante mucho tiempo fue la del Príncipe es, hoy por hoy, la cultura de la mayoría en las sociedades democráticas modernas. La heterogeneidad cultural o religiosa, considerada durante mucho tiempo -con o sin razón- como un factor de conflicto, fue además el blanco principal de los arquitectos del primer orden transnacional de la historia, el de Westfalia, que fijó como primera regla que la religión del Príncipe fuera la de su pueblo.

 

La filosofía política se impuso en forma casi sistemática un límite espacial, el de la ciudad, el reino, el imperio, la república o, más recientemente, la nación. Las únicas excepciones a esta regla (¡tiene que haberlas!), como la monarquía universal de Dante o la república omnipotente de Hobbes, eran en realidad súper Estados, cuyos creadores no hacían más que transmutar a escala planetaria la arquitectura de la ciudad. El período que abarcó desde la mitad del siglo XVII hasta fines del XX y que marcó el fin de los imperios, en concomitancia con el surgimiento y luego el advenimiento del Estado-Nación, no hizo sino fortalecer ese sentimiento de que el espacio de la gobernanza es esencialmente el del Estado-Nación.

 

En 1648, una vasta cohorte de diplomáticos y juristas puso fin a uno de los conflictos más abyectos de la historia e instauró una nueva gobernanza para Europa. Desde ese entonces, el código de conducta de las naciones fue, a veces más, a veces menos, el del orden westfaliano. En la actualidad, ese orden ha muerto. Es imperativo de ahora en más hacer el duelo e inventar uno nuevo. Pero para ello es vital entender correctamente qué representó ese orden westfaliano cuyo espíritu todavía nos está guiando.

 

La paz de Westfalia fue en primer lugar uno de los máximos logros de la Historia en términos de resolución de conflictos, puesto que puso fin a las guerras de religión que venían envenenando a Europa desde hacía más de un siglo. Pero la paz de Westfalia hizo mucho más que eso: puso coto a los intentos de hegemonía imperial y facilitó el surgimiento del Estado-Nación moderno; puso un término a la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado; instauró un código de conducta de los Estados a través del establecimiento de un derecho internacional que, desde ese entonces, no ha dejado de ampliarse; al hacer todo esto, puso límites a la violencia organizada, definiendo la legitimidad del empleo de la fuerza y regulando la práctica de la guerra; dentro de las relaciones interestatales, dio un lugar central a la problemática de los derechos humanos, imponiendo el principio de soberanía nacional y de no injerencia en los asuntos internos de los países; protegió hasta donde fue posible la integridad de los pequeños Estados frente a las ambiciones de los grandes; propuso un sistema de contrapoderes que se suponía que podría frenar los intentos de los Estados más ambiciosos.

 

Si bien el sistema westfaliano fue desmoronándose a partir de fines del siglo XVIII hasta agonizar en los siglos XX y XXI, esto ocurrió sobre todo porque era un sistema diseñado para Europa y no para el mundo, para monarquías y no para repúblicas, y para un sistema geopolítico y cultural heterogéneo. No obstante ello, el espíritu del orden westfaliano sigue alumbrándonos hoy en día en nuestra búsqueda de una nueva gobernanza mundial: el camino del derecho internacional, la defensa de los derechos humanos, la limitación de la violencia y la regulación del uso de la fuerza, la búsqueda de una paz duradera y el establecimiento de contrapoderes siguen siendo los fundamentos de la gobernanza del siglo XXI. Pero así como el mundo del siglo XVII estaba en una dinámica de ruptura y necesitaba una revolución política, el del siglo XXI, con la mundialización, la amenaza al medioambiente y el problema de las desigualdades y la sustentabilidad, debe cambiar imperativa y rápidamente. Hoy en día, la gobernanza es planetaria, el sistema es heterogéneo y diverso. El Estado-Nación, que antiguamente podía solucionarlo todo o casi todo, debe recurrir hoy a otros actores con otras competencias. Deben establecerse nuevos contrapoderes, también para evitar los abusos de las nuevas fuentes de poder. La defensa de los derechos humanos debe conjugarse de otro modo, en particular en lo que respecta a la problemática de la injerencia y del respeto de las soberanías nacionales. En resumidas cuentas, la muerte del sistema westfaliano debe incitarnos a reflexionar: el establecimiento de una nueva gobernanza mundial se beneficiará inspirándose del espíritu westfaliano, liberándose al mismo tiempo de una herencia pesada que, todavía hasta hoy, nos impedía ir hacia adelante.

 

La mundialización requiere de una arquitectura que integre pero supere a los Estados-Nación

Paradójicamente, el momento que coincidió con la caída del último imperio, la Unión Soviética, fue también el que vio nacer la idea, e incluso la necesidad, de elaborar una gobernanza transnacional, una “gobernanza mundial”. La problemática de la guerra y la paz siempre generó, por cierto, una reflexión sobre las relaciones entre entidades políticas, que comúnmente se ha denominado como “relaciones internacionales”. Pero esa reflexión está esencialmente focalizada en torno al Estado. El primer intento de superación de los métodos clásicos de gestión de las relaciones internacionales se construyó de hecho alrededor del Estado: la Sociedad de las Naciones y su hija, la Organización de las Naciones Unidas, constituyeron, y siguen constituyendo en el caso de la ONU, una asociación de Estados, de donde se derivan los límites inherentes a su estructura de base. Los G8 y G20, cuya arquitectura original se remonta a los años ’70, también están estructurados sobre una base estatal, con una arquitectura más simple que la de la SDN o la ONU y, aunque más reciente, más arcaica en su filosofía, puesto que de la semi-democracia de la ONU, los G8/G20 retoman más bien el modelo político de la aristocracia.

 

Ahora bien, la gran revolución del momento, y bien que lo es, se articula en torno a dos acontecimientos simultáneos y vinculados en cierta forma uno con el otro. El primero es el de la mundialización. La mundialización no es un fenómeno nuevo pero a fines del siglo XX alcanzó un umbral crítico donde los diversos fenómenos que definen y se derivan de esa mundialización han superado por completo las competencias y capacidades de los Estados, tanto más cuanto que estos últimos siguen funcionando, incluso dentro de la Unión Europea, según el principio del “interés nacional”.

 

El segundo fenómeno, que tuvo su primera enunciación en los años ’50 con la amenaza de un cataclismo nuclear, y luego en los años ’80 con los primeros indicios sobre el rápido y preocupante deterioro del medioambiente, es la toma de conciencia de que la industrialización de los dos últimos siglos y todos sus excesos llevaron a una etapa crítica de la historia en donde el ser humano no sólo puede llegar a autodestruirse como especie sino que también es capaz de destruir su planeta.

 

 

La urgencia y la complejidad de los problemas están globalmente desfasadas en relación a nuestros modos de gobernanza

De la mundialización y de esa toma de conciencia de una realidad brutal surge que, por un lado, estamos confrontados a problemas enteramente nuevos y de una complejidad y una urgencia extremas (migraciones, crisis financieras, desarreglos ecológicos, etc.) y, por otro lado, no disponemos de modos de gobernanza adecuados para la resolución de esos problemas. La Cumbre de Río en 1992, y las cumbres subsiguientes, de algún modo pudieron responder adecuadamente al primer componente, planteando los términos de la problemática y alertando a la humanidad sobre la urgencia de estos problemas, identificándolos de manera sistemática y precisa.

 

En el plano de la gobernanza, en cambio, los avances han sido hasta ahora muy decepcionantes. La Cumbre de Copenhague de 2009 ilustra de manera flagrante hasta qué punto nos queda mucho camino por hacer en ese ámbito y cuán necesaria es la elaboración de planes para una gobernanza mundial efectiva y eficaz.

Por lo demás, no hay que bajar los brazos. Al contrario. La realización de un gran encuentro 20 años después de la primera cumbre de la tierra debería brindar una bella oportunidad para abordar en profundidad y sin rodeos la problemática de la gobernanza mundial, pues ésta es verdaderamente central para el futuro de la humanidad y del planeta. Si debemos sacar una conclusión de los últimos 20 años es que, en el estado en que están las cosas, no disponemos de estructuras adecuadas para abordar y resolver todos esos problemas que convergen en la actualidad y frente a los cuales nos sentimos finalmente impotentes, cuando no desamparados. Los Estados, empezando por las grandes potencias y las potencias emergentes y las Naciones Unidas, son de toda evidencia partes involucradas indiscutibles e importantes en la elaboración de esos nuevos planes. Pero también constituyen en cierto modo una fuerza de inercia que habrá que compensar y superar necesariamente.

 

¿Cómo abordar este problema de gobernanza mundial? Básicamente, el problema es el mismo que para toda filosofía política, con las siguientes dos preguntas: ¿Cómo preservar lo que debe ser preservado? ¿Cómo cambiar lo que debe ser cambiado en nuestros modos de gobernanza? Siempre dentro de la perspectiva de un progreso de la acción pública que siga y hasta anticipe la evolución histórica.

 

La evolución del mundo en el transcurso de las últimas décadas vuelve obsoleta una práctica de las relaciones internacionales basada en los intereses nacionales y las relaciones de fuerza, que el sistema onusiano ha por cierto atenuado, pero sin haber modificado por ello sus fundamentos.

 

Globalmente, la práctica de las relaciones internacionales es amoral: sigue los intereses de los países más poderosos, a veces en perjuicio del interés general o de aquéllos que, siendo más débiles, obstaculizan su camino. Si bien algunas veces ocurre que todos los intereses coinciden, se trata más de frutos de la casualidad que de una voluntad concertada de actuar en pos del bienestar de la mayoría. El reordenamiento del mundo geopolítico con la llegada de potencias emergentes modifica el statu quo pero no cambia la conducta de los Estados.

 

Impulsos y frenos para el surgimiento de una nueva gobernanza mundial

Después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas, la concepción westfaliana del Estado -en relación al plano interno, el único con monopolio legítimo de la fuerza y, en relación al plano externo, un actor unitario, racional y soberano- es fuertemente cuestionada. Los dos argumentos principales de ese cuestionamiento son una demanda de mayor representatividad de los actores no estatales en el sistema internacional y la toma de conciencia progresiva de la imposibilidad de separar el tema del medioambiente entre las esferas de la política interior y exterior.

 

Esta innegable interdependencia entre los Estados sobre varios temas -por ejemplo la economía, el medioambiente y las cuestiones sanitarias- y la supremacía del principio de interés general colectivo demandan no sólo una cooperación más profunda en el sistema internacional, sino también el reconocimiento del papel fundamental de la solidaridad internacional y de sus actores en los procedimientos de toma de decisión.

 

A pesar de que la instauración de los organismos internacionales facilitó la adopción de acuerdos y la capacidad de alimentar la cooperación, seguimos constatando un desfasaje desmesurado entre esos organismos y los desafíos a los que la humanidad se está viendo confrontada.

 

En lo que respecta a la sociedad civil, muchos años de compromiso y de movilizaciones en la lucha contra las desigualdades sociales, contra el cambio climático y la erosión de la biodiversidad, así como también los reclamos de una redistribución más justa de las riquezas, han posibilitado avances reales en materia de desarrollo. Sin embargo, la situación en la que se encuentra nuestro planeta y la mayoría de la población mundial sigue siendo precaria: hambrunas, falta de acceso a los servicios esenciales, violación de los Derechos Humanos, devastación de los ecosistemas, etc…

 

Esta situación degradante no hizo sino empeorar tras la explosión de la crisis financiera de 2008. Se llevó a cabo entonces una gigantesca reorientación de las finanzas públicas para salvar a instituciones financieras y, en menor medida, se hicieron inversiones con vistas a una recuperación económica mundial, sin ningún análisis previo de las causas reales de la crisis: la concepción en sí misma del sistema.

 

Por otra parte, el derecho a la competencia que se impone para las actividades económicas se convierte en la regla de arbitraje para las cuestiones internacionales. En la actualidad, la Organización Mundial del Comercio es la única organización internacional dotada de un sistema de solución de diferencias vinculante. Esto la lleva a tomar decisiones en ámbitos que ya no son el del comercio. La inexistencia o bien la impotencia de las instancias de arbitraje hace que ese órgano de la OMC establezca una jurisprudencia que define las reglas internacionales sin negociaciones previas y dando al comercio un lugar preponderante dentro del derecho internacional.

 

El mayor reconocimiento del papel fundamental de los actores no estatales ha planteado nuevamente, y con más fuerza, la cuestión de la transparencia y la democratización de las organizaciones internacionales. Los actores de la sociedad civil son en muchos casos también los actores operacionales de las acciones de la cooperación internacional y participan en el margen de los procedimientos de toma de decisiones de dichas organizaciones. Más allá del hecho de no estar atada a los intereses nacionales y de poder por ende defender más legítimamente las cuestiones transfronterizas, la sociedad civil aportará a las negociaciones un “conocimiento experto del terreno”.

 

Aun cuando las cuestiones de desarrollo siguen siendo cruciales, constatamos actualmente que no existe un espacio de negociación internacional para esa temática. El Consejo Económico y Social (ECOSOC) no logra jugar su papel de coordinador de las actividades onusianas en materia de desarrollo. De igual modo, la Comisión de Desarrollo Sustentable tampoco logra garantizar una coherencia entre las diversas dimensiones económicas, sociales y políticas del desarrollo sustentable.

 

Un primer paso inevitable: ¿qué sociedad mundial queremos?

Es por ello que la elaboración de un sistema inédito de gobernanza mundial debe ir más lejos y plantear el tema de la búsqueda de una sociedad mundial justa y responsable. Pero ¿cómo definir “el bien”? ¿Cómo definir la “buena” sociedad (mundial)? Esta dimensión ética y cultural es vital. Explorando sus capacidades y sus límites es como aprenderemos a manejar nuestras diferencias. Planteando las bases éticas de una gobernanza mundial es como podremos responder a esta pregunta fundamental: ¿el otro es la alteridad o es una parte de nosotros mismos? En términos prácticos, la gran cuestión ética y cultural que debe resolverse antes de emprender la construcción de una auténtica gobernanza mundial es la siguiente: ¿cómo reconstruir lo universal a partir de las civilizaciones? Sólo si abordamos sin restricciones estos temas difíciles pero apasionantes podremos verdaderamente avanzar. Río+20 nos brinda la oportunidad de hacerlo.

 

Hoy en día, cuando los efectos de la mundialización y la amenaza sobre el medioambiente superan el marco de las políticas nacionales, se impone redefinir las reglas de conducta de los Estados. Para ello es necesario sentar las bases éticas de una práctica de las relaciones internacionales que defienda los intereses generales (de todos) y colectivos (con la participación de todos) más que los intereses nacionales.

 

En los hechos, la “moralización” de las relaciones internacionales se traduce en un accionar que preconice el multilateralismo más que el unilateralismo, la cooperación más que la coerción, la defensa de los derechos humanos y la reducción de las desigualdades más que la búsqueda de ganancias y la extracción de los recursos naturales de los países más pobres.

 

Una transformación de esa índole acarrea una revisión de los principios de gobernanza mundial. Para tomar un ejemplo, el sistema que hemos heredado plantea como principio de base el respeto de las soberanías nacionales y la no injerencia en los asuntos internos de un país. Ahora bien, ese principio, ¿sigue siendo válido o recomendable? Dos ejemplos recientes, el de Japón y el de Libia, nos hacen reflexionar sobre este tema, pero sin que se esté buscando verdaderamente redefinir las reglas de juego. Más generalmente, hay que establecer de ahora en más nuevos principios a partir de nociones que, hasta el momento, estaban casi ausentes en las relaciones internacionales: la responsabilidad colectiva, la equidad, la solidaridad.

 

En resumen, estos nuevos principios de gobernanza deben trascender las fronteras nacionales, responsabilizando a los Estados en sus obligaciones individuales y colectivas hacia el interés general, el del planeta y de sus habitantes. Estos principios plantean nuevos requisitos en materia de legitimidad de la acción colectiva, de competencia, de ejercicio de la ciudadanía conforme al respeto de los derechos humanos y de resolución de las tensiones entre lo local, lo nacional y lo global.

 

II. Propuestas para una nueva gobernanza mundial

El desafío es elaborar una arquitectura de la gobernanza que se adapte al contexto del momento y se proponga como principio responder a los problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad. Se trata de establecer las bases de una nueva gobernanza mundial a partir de esos problemas, con mecanismos e instituciones destinados a resolverlos. Hemos visto que, por un lado, desde hace más de veinte años ya ha podido identificarse cuáles son esos problemas. Que, por otra parte, las instituciones y los mecanismos existentes no sólo son inadaptados sino, mucho más grave aún, son incapaces de adaptarse, por lo menos de manera suficiente y lo suficientemente rápido.

A partir de allí, ¿cómo avanzar? Una primera entrada concierne a los actores. Es evidente que otros actores, por fuera de los Estados, son parte involucrada en la elaboración de una nueva arquitectura que tome en cuenta la economía mundializada. Esos actores, de la sociedad civil en particular, así como también las empresas que respetan el medioambiente y los derechos de los trabajadores, son de ahora en más imprescindibles. Cuanto más rápido participen en la implementación de una gobernanza mundial, más rápido podrá esta última ver la luz del día.

 

→ Propuesta: Organizar foros multi-actores articulados por sectores de actividad, piedra angular de una gobernanza mundial eficaz

Los Foros Multi-Stakeholders, que reagrupan al conjunto de actores de un sector de actividad o de un ámbito, representan una innovación prometedora. La ventaja de pensar en esta estructura es que permite superar el marco puramente territorial. Fortalece el basamento territorial de los actores, trabajadores, empresarios, responsables de colectividades locales, pero posicionándose dentro del marco global del sector de actividad, atravesando los territorios puesto que pone en primer plano a los actores, donde éstos se encuentren, desde la localidad hasta la red mundial. Esta doble articulación territorio/foro multi-stakeholders puede constituir una verdadera piedra angular de la nueva arquitectura de una gobernanza mundial eficaz.

La cuestión de los reagrupamientos “geopolíticos” de la gobernanza mundial es una segunda entrada. En este ámbito, parece lógico que los grandes conjuntos regionales o “pluricontinentales” sean los principales elementos de esta nueva construcción que es la gobernanza mundial.

 

→ Propuesta: Constituir conjuntos geopolíticos a escala regional

Uno de los rasgos esenciales que ya marcan la nueva arquitectura de la gobernanza mundial es una reconfiguración de los territorios a escala regional, subcontinental. Dicha reconfiguración pone en tela de juicio el tema de las fronteras, pero no hay que pedir ahora la supresión de las fronteras, pues las mentalidades todavía no están preparadas para ello. Sin embargo, vemos ya claramente cómo la circulación de los flujos humanos, económicos, tecnológicos, etc., está sobrepasando las fronteras. Es difícil generalizar los rasgos específicos de esos procesos, pues son variados. La Unión Europea, la UNASUR en América del Sur, la ASEAN en Asia y la Unión Africana son conjuntos de dimensiones económicas y políticas bien diversas, pero ya sabemos ahora que los nuevos conjuntos regionales son más flexibles y se adaptan mejor a la configuración de los mercados y de las alianzas políticas o diplomáticas. La reconfiguración transnacional de los territorios se corresponde mejor, por otra parte, con las nuevas matrices energéticas renovables, donde lo esencial es la articulación entre varias fuentes que requieren un sistema integrado de abastecimiento de energía eólica, fotovoltaica, solar, térmica, maremotriz, biomasa, etc., donde “el territorio energético”, por llamarlo de alguna manera, se extiende ampliamente más allá de las fronteras. La clave será entonces encontrar otros mecanismos, sin pasar solamente por los Estados, pero sin ignorarlos tampoco, para fortalecer esos nuevos territorios económicos, políticos, culturales y ecológicos.

 

El concepto de indicadores o índices es muy controvertido. Es un hecho que los indicadores, incluidos los que desarrollaron el FMI y el Banco Mundial, son explotados con fines a menudo discutibles. Sin hablar siquiera del modo en que los índices son utilizados, su concepción y su realización en sí ya deben ser objeto de mucha prudencia. A pesar de los múltiples defectos que acompañan a las baterías de indicadores de todas las categorías, los indicadores pueden ser utilizados con buen criterio.

 

→ Propuesta: Elaborar un Índice de Gobernanza Mundial

Ya se han lanzado iniciativas para generar nuevos indicadores de la riqueza, de la producción, de desarrollo sustentable. Desde esa óptica hay que desarrollar indicadores sobre la gobernanza mundial. Se trata de una tarea que requerirá todavía de mucho trabajo y reflexión, especialmente para el desarrollo de los indicadores transnacionales que van más allá de los datos nacionales, prácticamente los únicos disponibles en la actualidad. A la larga, el Índice de Gobernanza Mundial (IGM) podría convertirse en un estándar irrefutable en ese ámbito.

Es necesario desarrollar las reglas internacionales existentes, e incluso establecer reglas supranacionales, tanto para definir de manera legítima un orden climático y las normas que permitan garantizar su permanencia como para regular las distintas situaciones conflictivas que se derivan de la disposición de recursos limitados, ya sea en materia de energía como de agua o de tierras fértiles.

 

→ Propuesta: Instituir un Tribunal Ambiental Internacional

La necesidad de imponer obligaciones que sean aceptadas y respetadas por las partes involucradas impone la construcción de normas de derecho que aparezcan como legítimas y sean por lo tanto aceptadas como tales. Si los Estados Nacionales logran ponerse de acuerdo sobre nuevas reglas que instituyan obligaciones para todas las naciones y empresas del planeta, por ejemplo en materia de emisión de gases con efecto invernadero, de contaminación o de consumo energético, quedaría por ver la aplicación de ese derecho mundial. Para ello habría que implementar nuevos organismos de control que observen quién cumple o no cumple con las reglas. Más aún, algunos organismos supranacionales de policía y de justicia deben estar en condiciones de poder sancionar a los Estados o las empresas que no cumplan con esas reglas del derecho mundial.

La existencia de una fuerza armada mundial capaz de impedir las guerras en curso y las nuevas guerras latentes no sólo en Medio Oriente, en Asia y África sino en todos los continentes se ha convertido en una necesidad histórica urgente. Esta necesidad se siente sobre todo en los pueblos que padecen conflictos mortíferos pero también en toda la “comunidad mundial”, que necesita esa fuerza para poder evitar las guerras y, nunca se sabe, su propia autodestrucción (por ejemplo, si la potencia nuclear se desencadena con fuerza).

 

→ Propuesta: Constituir una fuerza armada mundial, basada en el voluntariado, independiente de los Estados y regida por el derecho internacional en vigencia

El problema es que no hemos construido (¿todavía?) una comunidad mundial. Dijimos que la ONU no la representa completamente. Entonces, ¿cómo hacemos? ¿A qué autoridad podría responder ese ejército mundial? Es evidente que ponerlo bajo el mando de la OTAN sería “inapropiado”, por no decir otra cosa. El tema de la construcción de la comunidad mundial se articula entonces con la reconfiguración de los territorios a escala regional y continental. Deberíamos llegar a una nueva articulación de los territorios, sin fijarlos demasiado y sin hacerlos depender exclusivamente de los Estados. Pero ese ejército mundial no debe estar disperso en los territorios. Aquí se ve claramente “la distancia” que nos separa de una arquitectura sustentable de la gobernanza mundial. En cualquier caso, proponer un ejército mundial basado en el voluntariado e independiente de los Estados, regido por el derecho internacional (que ya existe bien claramente) nos lleva a profundizar la reflexión, porque nos obliga a pensar en “la estructura” que sostendría y protegería a la nueva arquitectura de la gobernanza mundial en un mundo más seguro y más pacífico.

 

La problemática de la ecología, la de la economía, incluida la economía verde, la de las desigualdades sociales, sobre todo la extrema pobreza, constituyen todas entradas que posibilitarían, individual o colectivamente, establecer un plan de trabajo que permita preparar el terreno para una gobernanza mundial cuya primera exigencia sería la de proteger el medioambiente y reducir las desigualdades.

 

→ Propuesta: promover a escala local redes industriales y de servicios, articuladas en los niveles regionales y transnacionales mediante un sistema de monedas regionales que corresponda a los distintos tipos de bienes

(Los bienes que se agotan al ser consumidos, los que existen en cantidad finita, los que se dividen al compartirse pero existen en cantidad indeterminada, los que se multiplican en el intercambio). Poner todos los bienes en la misma canasta del mercado capitalista es un error monumental de la ideología neoliberal y la nueva economía emergente debe instaurar no sólo un sistema nuevo de producción y de consumo, sino también un sistema de intercambio basado en otros valores que no sean la búsqueda de ganancia, tales como la solidaridad, la responsabilidad, la dignidad, el “bienestar”.

 

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