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Después de Rio+20, ¿qué nueva gobernanza mundial el mundo precisa? Después de Rio+20, ¿qué nueva gobernanza mundial el mundo precisa?

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Ya se han escrito muchos artículos después de Rio+20. La amplia mayoría de ellos ha expresado descontento, decepción, constatación de un fracaso anunciado, insuficiencia de la declaración final de los gobiernos, etc. Algunos artículos, yendo más al fondo, más allá de constatar que los gobiernos no lograron un acuerdo a la altura de los desafíos de los grandes problemas mundiales, han mencionado que la Conferencia de las Naciones Unidas reflejó una crisis de la gobernanza mundial.

 

Una crisis de la gobernanza mundial

 

Pero ¿qué es la gobernanza mundial? Sin pretender profundizar en definiciones más o menos complejas de lo que puede ser la gobernanza mundial y de las concepciones tecnocráticas que este concepto abarca, preferimos pensar en la gobernanza mundial simplemente como la gestión colectiva del planeta, concepción que tenga tal vez el defecto de ser amplia pero permite, en cambio, explorar todas las dimensiones de lo que debe ser, de lo que podría ser, una gobernanza justa y democrática, sabiendo que debe superar el marco restrictivo de lo que han sido las “relaciones internacionales”, único prisma a través del cual se perciben las relaciones en el estrecho campo de la entidad política dominante, la del Estado-nación.

 

Si debemos sacar una conclusión de los últimos 20 años es que, en el estado en que están las cosas, no disponemos de estructuras adecuadas para abordar y resolver los problemas a escala mundial. Los Estados, empezando por las grandes potencias y las potencias emergentes, son de toda evidencia partes involucradas en la elaboración de nuevas respuestas. Pero también constituyen una fuerza de inercia que habrá que superar necesariamente porque es evidente que la evolución del mundo, en el transcurso de las últimas décadas, vuelve obsoleta la práctica de las relaciones internacionales basada en los intereses nacionales y las relaciones de fuerza, que el sistema de la ONU ha, en alguna medida, atenuado, pero sin haber modificado por ello sus fundamentos.

 

Lo cierto es que muchos ya sabíamos que los gobiernos reunidos en la Conferencia de la ONU en Rio+20 no serían capaces de acordar un plan de trabajo conjunto para enfrentar y resolver los graves problemas que la humanidad arrastra en esta época. Ya habíamos hecho numerosos análisis que demostraban que los gobiernos, expresión política de los Estados-naciones, no son capaces de responder a los desafíos de la gran mutación a escala mundial en la que ha entrado la humanidad en este comienzo de siglo 21 (mutación que estaba ya en germen desde fines del siglo pasado). Esta incapacidad, no sólo de los Estados, sino también de las corporaciones, organismos multilaterales, redes globales, ONG internacionales, es expresión de la crisis de la gobernanza mundial que vivimos y debe ser comprendida en el contexto de una profunda mutación histórica, la cual se articula en torno a dos acontecimientos simultáneos y en cierta forma vinculados uno con el otro.

 

El primero es la mundialización. Obviamente no se trata de un fenómeno nuevo pero a fines del siglo 20, la mundialización alcanzó un umbral crítico donde los diversos fenómenos han superado por completo las competencias y capacidades de los actores que operan a escala mundial y principalmente de los Estados tanto más cuanto que estos últimos siguen funcionando según el principio del “interés nacional”.

 

El segundo fenómeno, que se expresó dramáticamente ya en los años ’50 con la amenaza de un cataclismo nuclear, y luego en los años ’70 con los primeros indicios sobre el rápido y preocupante deterioro del medioambiente, es la toma de conciencia de que el modo de producción y consumo de los dos últimos siglos, y todos sus excesos, han llevado a una etapa crítica de la historia en donde el ser humano no sólo puede llegar a autodestruirse como especie, sino que también es capaz de destruir su planeta.

 

En este contexto es evidente que los modos de gobernanza están desfasados en relación a la urgencia y la complejidad de los problemas. De la mundialización y de la toma de conciencia de los peligros para la vida y el planeta surge la convicción que, por un lado, estamos confrontados a problemas enteramente nuevos y de una complejidad y una urgencia extremas (migraciones, crisis financieras, deterioro ecológico, etc.) y, por otro lado, no disponemos de modos de gobernanza adecuados para la resolución de esos problemas.

 

Esto ya lo sabiamos y la Conferencia de Rio+20 lo volvió a confirmar. Pero es preciso no generalizar ni quedarse sólo en el análisis del texto de la declaración final. Rio+20 abre una nueva etapa en la redistribución del poder a escala mundial que se ha venido configurando a partir de la crisis financiera de 2008.

 

Una nueva configuración de los polos dominantes del mundo

 

El comportamiento de los principales actores en torno a la Conferencia refleja este nuevo escenario, empezando por los ausentes. Obama no fue a Rio. Ya sabíamos que el gobierno de Estados Unidos no sólo no estaba dispuesto a asumir el liderazgo de Rio+20, sino además había abandonado el intento de poner en marcha las políticas globales de regulación de los desequilibrios ecológicos a escala nacional y mundial. Angela Merkel tampoco fue a Rio. François Hollande llegó para constatar que la declaración oficial no estaba a la altura de los desafíos y regresó a Francia para concentrarse en las primeras medidas de un gobierno rodeado por países en crisis que repercuten en toda Europa, empantanada por un endeudamiento y un desempleo cada vez más importantes. Los países africanos estuvieron lejos de crear un bloque unido y sólido y los gobiernos de los otros continentes, incluidos los de la mayoría de los países latinoamericanos, tampoco organizaron un frente unido. El gobierno chino, evitando aparecer en un rol protagónico dada las enormes dificultades para asumirlo en un mundo en crisis y, al mismo tiempo, presionado por las tensiones económicas y sociales que se hacen cada vez mas fuertes en China, optó por un perfil bajo, evitando toda decisión global que lo amarrase a obligaciones que no está dispuesto a asumir. El gobierno de Brasil jugó entonces el único rol que le quedaba por jugar para evitar el fiasco completo de la Conferencia e impuso un texto basado en el mínimo común denominador que evitara los desacuerdos.

 

Por su lado, las corporaciones y las agencias de las Naciones Unidas mantuvieron el discurso de la economía verde como la novedad que permitiría a la economía mundial salir de la crisis, pero viendo la posición, por lo menos pusilánime de los gobiernos, se limitaron a impedir también que se adoptaran medidas que restringiesen sus estrategias globales. Por lo demás, muchas corporaciones no habían puesto todos los huevos en el canasto de la economía verde como la varita mágica que resolvería la crisis en curso.

 

Rio+20 marcó así un punto de entrada en una zona de turbulencias donde el piloto representado por las Naciones Unidas no sabe a ciencia cierta cómo orientar el avión y nadie está dispuesto a remplazarlo. Cada bloque, especialmente el constituido por los grandes países denominados emergentes encabezados por China, Brasil e India, se limitan a amarrarse los cinturones y esperar la calma que estabilice el avión y puedan continuar sus estrategias de crecimiento y sus políticas sociales que estabilicen sobre todo sus propios espacios interiores. Los demás, sobre todo el estadounidense y los europeos están demasiado enfrascados en sus problemas internos para abrumarse con los problemas globales.

 

Este cuadro que vivimos en Rio+20 en un contexto de reuniones y debates en la atmósfera preparada por el gobierno brasileño, que hace además de Rio el centro de eventos globales como lo serán el Campeonato Mundial de Fútbol el 2014 y los Juegos Olímpicos el 2016, contrasta, pero mantiene las mismas características de las relaciones de fuerza vigente, con el escenario trágico de la guerra en curso en Siria. Obviamente los actores y sus posiciones no son exactamente las mismas, pero la agravación de la guerra en Siria muestra de manera patética la crisis de la gobernanza mundial que estamos constatando.

 

Incapacidad de los gobernantes y poderosos, impotencia de los nuevos actores y movimientos sociales

 

Desde la posición de los ciudadanos y de los movimientos sociales, a fin de cuentas se trata de los pasajeros del avión, de los que lo construyeron y lo hacen funcionar, el hecho que los sectores poderosos, los que controlan el poder y acaparan la riqueza, sean incapaces de salir de la zona de turbulencias y ninguno esté dispuesto a ser el piloto, podría ser una buena noticia. Como toda crisis, la de la gobernanza mundial conlleva una parte de riesgo y otra parte de oportunidad a través de la cual nuevos actores, innovadores, dinámicos, audaces, podrían abrir nuevas perspectivas y superar la crisis.

 

El problema es que ante este vacío de liderazgo político, los sectores sociales, altermundialistas, indignados y otros, no constituyen tampoco una alternativa. Para que una situación de crisis sea superada no basta con que los sectores dominantes sean incapaces, es necesario, imprescindible, que los sectores dominados asuman la superación de la crisis y sobre todo, sean capaces de hacerlo.

 

La fragmentación que persiste en los actores y movimientos que podrían ser portadores de una nueva visión para salir de la crisis de la gobernanza mundial debilita grandemente sus capacidades. Paradojalmente, aunque las tecnologías de comunicación y los medios de transporte faciliten las comunicaciones como nunca antes, los contactos directos y las iniciativas conjuntas entre los actores y movimientos son casi inexistentes. Los jóvenes y mujeres que han ocupado los primeros lugares en la lucha contra las dictaduras de Túnez y Egipto no se conocen con los jóvenes estudiantes chilenos que luchan por un sistema educativo accesible y justo. Los pueblos originarios que luchan en el altiplano andino por salvaguardar los territorios frente a las empresas extractivas y de transporte que dañan irremediablemente la naturaleza, no logran articular sus esfuerzos con los miles de pescadores artesanales africanos y asiáticos que velan por la protección de los recursos marinos.

 

Los ejemplos son múltiples y diversos. Por cierto no se debe pretender aunar todos los esfuerzos en un sólo receptáculo puesto que uno de los rasgos esenciales de los nuevos escenarios de la mundialización es la diversidad de los actores y movimientos sociales. Sin embargo, una articulación entre todos ellos, que supere la fragmentación actual, deviene una tarea histórica indispensable sobre todo porque los sectores dominantes y el mercado capitalista sí han tejido redes globales y continúan afianzando su dominio a escala mundial. Construir mecanismos de articulación entre los actores portadores de nuevas perspectivas, asegurando la diversidad del conjunto, requiere inventar y poner en práctica las respuestas a los desafíos del presente, arraigados en los contextos de cada uno, de cada pueblo. Implica reconocer las diferentes sabidurías presentes en todos los continentes, en todos los pueblos, sin pretender que una sola sea la referencia indiscutible. Es por ello que los fundamentos de una nueva arquitectura de la gobernanza mundial deben ser elaborados con espíritu crítico y democrático. Esto es indispensable puesto que los cambios de los sistemas políticos capaces de cimentar una nueva arquitectura del poder de lo local a lo mundial, deben ser necesariamente duraderos y sustentables. Estas tareas pueden parecer utópicas, pero ya están apareciendo en las luchas cotidianas de los que construyen los nuevos espacios de la ciudadanía mundial desde los territorios hasta el mundo.

 

La gobernanza mundial empieza desde los territorios, pero no se detiene allí…

 

Aquí cabe subrayar un pilar fundamental de la nueva arquitectura del poder mundial. Se trata de localizar y territorializar al máximo posible la economía y el poder puesto que la ciudadanía se realiza prioritariamente en un territorio ciudadano. Consideremos, por ejemplo, la cuestión climática. Es evidente que se trata de una cuestión planetaria que requiere de una gobernanza mundial. Sin embargo ella no funcionará sin un compromiso efectivo de la ciudadanía en sus territorios. Así, el territorio es la unidad específica de la relación entre la sociedad y la naturaleza, allí se puede lograr una simbiosis donde se exprese socialmente la sustentabilidad del planeta.

 

Asistimos a la “revancha” de los territorios, hasta hace poco olvidados en los engranajes macroeconómicos y macropolíticos de la arquitectura del poder mundial. Hoy es evidente que la nueva arquitectura de la gobernanza debe pasar por una revalorización de los territorios. Pero los contornos son aún difusos: ¿dónde está el territorio? ¿en el vecindario, en la comarca? ¿cuál es la dimensión de los territorios urbanos, de las ciudades y los barrios, de las localidades rurales? ¿El país es un territorio cualquiera sea su superficie? ¿Existen territorios continentales como Europa, América del Sur, el sub-continente indio, etc.? ¿Después de todo, acaso el mundo entero no es un territorio?

 

En todo caso, algunas respuestas pertinentes ya existen. Se trata de articular las escalas y los niveles de la gobernanza, sabiendo que no se trata de forzar las relaciones pretendiendo que las relaciones entre los distintos niveles sean necesariamente armoniosas. La nueva arquitectura política se construye simultáneamente en dos grandes escalas: la local, la del territorio, (los Estados también corresponden a esta escala local aunque puedan ser muy diversos), y la mundial, referida no sólo a lo interestatal, sino sobre todo a los nuevos espacios transnacionales y mundiales.

 

Es en lo local donde se juega la vida cotidiana de la gente, y es en lo mundial donde se deciden cada vez mas las políticas que afectarán esa vida cotidiana. La escala de fenómenos se amplía cada vez mas: migraciones, pandemias, crisis climáticas, crisis financieras, etc. Pero el territorio, lo local, la democracia de proximidad es lo básico, a partir de lo cual se podrá construir una nueva arquitectura de la gobernanza. Empero, la dimensión mundial, en esta época de globalización cada vez mas acelerada de flujos financieros y comerciales, de circulación de informaciones y personas, condiciona la vida cotidiana en lo local. Por ello es preciso al mismo tiempo proponer y concretizar cambios de la gobernanza a escala local y mundial. Hay una relación dialéctica entre estas dos grandes dimensiones de la gobernanza.

 

El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en venir y, entre tanto,…

 

En todo caso, queda mucho camino por recorrer y en esta zona de turbulencias de la que hemos hablado, lo mas probable es que dada la incapacidad de los actores y movimientos sociales de cambiar el rumbo de la historia a corto y mediano plazo, el capitalismo irá progresivamente saliendo de la crisis y aparecerán nuevos liderazgos ideológicos, sociales y políticos, cuyos perfiles es difícil predecir.

 

Ante esta perspectiva, la gravedad de la situación actual no debe ser subvalorada. La imagen del avión entrando en una zona de turbulencias puede servir para captar la fase de transición en la que hemos entrado. Pero, retomando la visión lúcida y pionera de Antonio Gramsci, podemos decir que “el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en llegar y, entre tanto, surgen los monstruos”. La situación en Siria está aquí para corroborarlo. Y lo más probable es que después del desenlace de la situación en ese país, esperando que dicho desenlace esté próximo y la estabilidad democrática asegure tiempos de calma en la región, (lo que en este momento es sólo un deseo), nuevos focos de conflicto y guerra ensombrecerán el horizonte mientras no se logre una gobernanza mundial justa y solidaria.

 

Esta nueva gobernanza será tanto mas difícil de lograr mientras la situación de la mayoría de la población mundial y la vida en el planeta sigan siendo extremadamente precarias: hambrunas, falta de acceso a los servicios esenciales, violación de los Derechos Humanos, devastación de los ecosistemas, etc. Las poblaciones que padecen guerras, hambre, migraciones forzadas, inundaciones y atentados son testimonio de ello. A ello podemos agregar las redes mafiosas de tráfico de drogas, de niños, de mujeres y de hombres que se desplazan por millones en busca de un lugar donde poder soportar un poco mejor las duras condiciones de la existencia cotidiana. En barrios pobres de algunas ciudades, grandes y pequeñas, de todos los continentes, existen verdaderas guerras sociales, más o menos abiertas, que son una expresión permanente de la exclusión y de las desigualdades económicas y sociales.

 

Las guerras y los conflictos con los cuales nos vemos confrontados en la actualidad tienen causas diversas: desigualdades económicas, conflictos sociales, sectarismos religiosos, disputas territoriales, control de los recursos fundamentales, tales como la tierra y el agua, etc. En todos los casos, ilustran una profunda crisis de la gobernanza mundial. Y aunque la cantidad de conflictos tradicionales entre Estados se haya reducido en estos últimos años, los conflictos actuales no dejan por ello de ser violentos y de afectar, cada vez con mayor frecuencia, a las poblaciones civiles y a las regiones más frágiles principalmente en África y el Medio Oriente.

 

Además de las guerras, otros peligros amenazan a la paz y la solidaridad. El aumento de los populismos, de los fundamentalismos, de los nacionalismos, se ha vuelto una realidad cada vez más masiva en grandes sociedades democráticas, no sólo en Europa Occidental y Oriental, sino también en Asia y América. Algunos países de África intentan salir de sus crisis, pero grandes regiones siguen estando profundamente empantanadas en crisis permanentes, obstaculizadas por regímenes autoritarios y corruptos y franjas enteras de la población sobreviven en condiciones de miseria.

 

En este contexto, en muchos Estados surgidos de las independencias, cuyas instituciones han sido en gran parte “impuestas” a la sociedad, el ejercicio del poder es juzgado ilegítimo por la población misma. La democracia representativa, tal como se la practica en muchos países es vista por la mayoría como un sistema por el cual una minoría se apropia de la totalidad del poder y la riqueza.

 

Las confrontaciones se vuelven múltiples y recurrentes y el multilateralismo económico, político y militar se ve obstaculizado por tensiones belicistas e ideologías excluyentes. En consecuencia, sigue siendo difícil en la actualidad sentar las bases de nuevas instituciones adecuadas en todas las escalas de la gobernanza, desde lo local hasta lo mundial.

 

Repensar la democracia

 

Por ello es necesario repensar radicalmente la democracia. Los aparatos estatales, tanto ejecutivos como legislativos o judiciales, heredados del pasado no permiten responder a la complejidad de las sociedades contemporáneas y, a menudo, la corrupción penetra profundamente la gestión de las empresas privadas y de las esferas públicas. El abismo que separa a la sociedad civil de las instituciones públicas se ha ahondado peligrosamente en la mayoría de los países. El resultado de ello es que incluso el sistema institucional existente, y junto a él la noción de democracia, son puestos en tela de juicio. Los partidos políticos mismos se muestran incapaces de reflejar a una ciudadanía cada vez más compleja. La democracia requiere de movimientos fuertes, pero esos movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil no resuelven la cuestión central de la legitimidad del poder en la sociedad.

Estamos ante sistemas democráticos ellos mismos muy diversos y complejos. En distintos países y regiones se expresan democracias tradicionales con regímenes parlamentarios o presidencialistas, en otros toman cuerpo sistemas democráticos basados en la predominancia de grupos con base étnica, en otros los sistemas democráticos son abiertamente ligados a orientaciones religiosas.

El riesgo político que implica una situación de este tipo es evidente. La historia reciente muestra que un sistema institucional participativo no solamente es más justo, sino también más eficaz que un régimen autoritario. ¿Pero cómo invertir la tendencia actual al descrédito de la democracia, tanto en el imaginario social como en las prácticas políticas? ¿Cómo abordar estos problemas de la gobernanza mundial? ¿Cómo preservar lo que debe ser preservado? ¿Cómo cambiar lo que debe ser cambiado? La arquitectura del poder mundial ¿puede ser renovada o es preciso sentar las bases de nuevas fundaciones para una nueva arquitectura del poder?

 

Repensar el Estado

 

Llegados a este punto, es necesario repensar también la cuestión del Estado, en la medida en que éste sigue siendo la piedra angular del sistema de gobernanza mundial vigente.

El Estado como ente regulador y organizador de la sociedad, más allá de sus limitaciones, sufre los embates de los poderes fácticos económicos y políticos trasnacionales que buscan disminuirlo, mientras los pueblos aún ven en él y su defensa un instrumento de regulación de esos poderes y de garantías a los derechos ciudadanos. Por eso no resulta adecuado promover propuestas anti-estatales. Un Estado respetuoso de los derechos de los ciudadanos es una condición de institucionalidad democrática del poder.

 

Sin embargo, hay que repensar la noción de Estado-nación en un territorio determinado. Hoy, en muchos Estados la vinculación directa Estado-nación ya no refleja la diversidad étnica y cultural de los pueblos y es cada vez mas recurrente la noción de Estado Plurinacional la que, en algunos países, se plasma en las mismas Constituciones. Es evidente que los flujos migratorios, comerciales, Internet, etc. sobrepasan los límites territoriales de los Estados y es necesario pensar en una desterritorialización del rol del Estado, lo que no es fácil dado el peso histórico de las fronteras.

 

El Estado cumple hoy un rol ambivalente. Es necesario para la regulación de la gobernanza principalmente en el espacio nacional, pero incluso allí se aleja de la democracia de proximidad y, a escala mundial, no es el instrumento mas adecuado para responder a los desafíos globales. Los Estados son también instituciones en disputa y hay que orientarlos hacia una gobernanza democrática y eficiente. En todo caso, y mirada en perspectiva a mediano y largo plazo, la forma de Estado que jugó un rol importante, por ejemplo durante la fase de descolonización, ya se está diluyendo y es indispensable pensar en su transformación.

 

En la dialéctica entre la Sociedad y el Estado, la cuestión de la participación y la representación es central. Se sabe que los sistemas de representación no corresponden a las exigencias de una participación activa. Lo prioritario es potenciar la participación implementando sistemas de información transparente y mecanismos de consulta abiertos para que la toma de decisiones sea eficaz. Pero se trata de ir mas al fondo. Es preciso radicalizar la democracia, tanto de las instituciones estatales como de la sociedad en su conjunto.

 

Así progresivamente se irá transformando el Estado y los sistemas de representación repensando nuevas instituciones políticas. Esto significa un desafío histórico puesto que asistimos a una crisis de legitimidad de las élites. La crisis de la democracia actual es principalmente un cuestionamiento de las élites y de cómo se han construido históricamente. Las protestas en algunos países al sistema de los partidos políticos es sobre todo expresión del cuestionamiento de las élites. Pero más allá de estos cuestionamientos, lo que necesitamos es inventar nuevos sistemas de organización de los sistemas políticos, donde los ciudadanos sean los actores principales, y permitan que la democracia se profundice, los responsables sean legítimos y las instituciones sean transparentes y eficaces. Esto no es sólo una cuestión de ingeniería política. Es algo mas profundo, tiene que ver con los fundamentos éticos capaces de sustentar los nuevos modos de vida en sociedad.

 

Repensar el mercado

 

Además de repensar la democracia y el Estado, hay un tercer elemento que es necesario también repensar radicalmente con miras a construir una arquitectura de la gobernanza mundial que sea genuinamente democrática, legítima y eficaz. Se trata del mercado, más precisamente del mercado capitalista.

 

El capitalismo, después de su triunfo sobre el desventurado modelo denominado comunista, ha respondido con éxito parcial al problema del crecimiento económico mundial, pero ha sido pésimo en lo que se refiere a la búsqueda de justicia social y económica y, en sentido contrario, ha ofrecido a una casta privilegiada una fuente de poder aparentemente ilimitada. La desigualdad y la injusticia que ha generado lo hacen insustentable e inaceptable. La colusión del Estado y de las fuerzas del mercado ha empeorado una situación ya deteriorada, como lo demuestran las recientes crisis económica y financiera que han revelado hasta puntos insospechados el elevado grado de egoísmo, avaricia, irresponsabilidad, corrupción, cobardía y falta de previsión que impregnan los peldaños superiores de los gobiernos y de las instituciones financieras, particularmente en Estados Unidos y Europa.

 

Sin embargo, según algunos, allí donde el Estado es impotente o ineficaz, el “mercado” resolverá todo. A la diferencia del Estado, que es una construcción (política) con un cuadro y objetivos definidos, el mercado no sería más que un mecanismo. Pero en esta fase histórica no se trata de un mecanismo cuya función sería solamente la de facilitar el intercambio. Se trata del mercado capitalista. Como tal, su única ley es la ganancia y, bajo el disfraz de la libertad y de la finalidad de servir al consumidor, este mercado genera una actividad predatoria intensa que favorece a los ricos y poderosos y aplasta a los débiles y a los pobres. Como el gobierno, el mercado capitalista tiene propensión a generar y concentrar el poder, del que luego abusan los que han logrado acapararlo. Como el gobierno y contrariamente a los argumentos proclamados por el neoliberalismo, no se trata de darle un cheque en blanco, sino de imponerle un conjunto de controles y contrapesos.

 

Como los imperios coloniales del siglo XIX, que buscaron colonizar nuevos territorios para aumentar su poder, el mercado capitalista tiende a moverse hacia territorios en donde puede imponer su voluntad sin restricciones. Desde hace mucho tiempo esto viene siendo un elemento básico de las prácticas comerciales y económicas, pero en muy poco tiempo, ha progresado cualitativa y cuantitativamente tanto, que es posible que el comportamiento errático del mercado altere el statu quo geopolítico a un grado inédito. Paradójicamente para lo que no sería más que un mecanismo, el mercado capitalista ha dado a luz una ideología que ha venido a remplazar al nacionalismo y al comunismo como la ideología más potente de la época.

 

Tanto el modelo liberal democrático como la ideología neoliberal han forjado una ética del egoísmo, el primero por la exacerbación del individualismo, la segunda por la eliminación de todas las barreras de acceso a las riquezas económicas, promoviendo además su búsqueda egoísta y afirmando el consumo como la finalidad misma de la vida. Al mismo tiempo, los Estados han conducido políticas centradas en lo que se llama “el interés nacional”. El espíritu de competencia vehiculado por el mercado capitalista ha socavado el sentido de comunidad y su inclinación hacia la cooperación.

 

Sin embargo, a pesar de todas sus limitaciones y carencias, el Estado, el mercado y la democracia no pueden esfumarse o ser eliminados en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y lo deben? El Estado es la infraestructura básica de toda organización humana y, bajo un sistema democrático potente, puede garantizar hasta cierto punto los derechos fundamentales del ciudadano. El mercado, cuando es regulado con inteligencia y fuerza, ofrece un medio para el crecimiento económico, y el crecimiento económico regulado y sustentable es indispensable para la salud y el bienestar general de los pueblos. Evidentemente, el mercado no puede ser considerado como la solución a todos los problemas de la humanidad. El establecimiento de mecanismos de control del mercado es hoy un imperativo de eficacia y de justicia más viable que el dejar hacer y seguir empujando a millares de seres humanos al fascinante imán del consumo, incluso al consumo excesivo y conspicuo de los más ricos. La democracia debe imperativamente evolucionar, mejorar y adaptarse, pues no hay otro sistema que parezca por el momento proteger los derechos individuales dentro de entidades políticas cercadas. En cualquier caso, el Estado-nación, la economía de mercado y el régimen político democrático están aquí para quedarse, al menos por el mediano plazo, por suerte o por desgracia. Pensar de otra manera sería vana ilusión.

 

¿Qué sociedad mundial queremos?

 

Entonces, situados en esta fase de transición histórica, antes de proponer cualquier proyecto de reforma institucional o económica, una pregunta fundamental es inevitable: ¿qué sociedad mundial queremos?

 

La dimensión ética es vital. Explorando y valorizando los fundamentos éticos que han sustentado las civilizaciones aprenderemos a superar nuestras diferencias. Las bases éticas de una biocivilización para la sustentabilidad de la vida y del planeta nos permitirá responder a la gran cuestión que debe mantenerse vigente al mismo tiempo que emprendemos la construcción de una nueva arquitectura del poder: ¿cómo reconstruir lo universal a partir de las civilizaciones? Sólo si abordamos sin restricciones estos temas difíciles pero esenciales podremos verdaderamente avanzar. Los nuevos principios de gobernanza deben trascender las fronteras nacionales, responsabilizando a los Estados, a las empresas y también a los ciudadanos, cada uno según sus posibilidades, en sus responsabilidades individuales y colectivas hacia el interés general, el del planeta y de sus habitantes. Estos principios plantean nuevos requisitos en materia de legitimidad de la acción colectiva, de competencia, de ejercicio de la ciudadanía conforme al respeto de los derechos humanos y de resolución de las tensiones entre lo local, lo nacional y lo global.

 

Sin embargo, el pasado reciente nos debe mantener muy prudentes. La Sociedad de Naciones empezó como idea audaz y extremamente novedosa pero no bastó para asegurar la paz, o por lo menos la prevención de la guerra, como lo demostraron las dos guerras mundiales del siglo pasado. Otro ejemplo es Europa, que diseñó una suerte de contrato social expresado por la institucionalidad titubeante y burocrática de la Unión Europea, pero no logró realmente resolver la cuestión de qué trataba ese contrato, quiénes eran los contratantes y por qué era tan importante. No haberlo hecho es la causa principal de su crisis actual y tal vez de su decadencia irreversible.

 

De manera más general, aunque se hable mucho de solidaridad, de responsabilidad o de compasión, sigue siendo evidente que los Estados, los regímenes políticos, las corporaciones trasnacionales y, de hecho, muchos individuos funcionan y seguirán funcionando principalmente, aunque no exclusivamente, a base de un comportamiento descaradamente egoísta, a menudo cruel (ante todo algunas grandes corporaciones predadoras y los gobiernos autoritarios ) y con una visión singularmente miope. Creer un minuto que se podría alterar este hecho es una receta para la decepción o peor, el desastre.

 

Construir una nueva gobernanza mundial

 

En este contexto, construir una nueva gobernanza mundial no es sólo una cuestión institucional o de reflexión referida al campo de la política o de la sociología. Cualquier propuesta y diseño de gobernanza dependerá de la acción y la movilización de grandes mayorías de personas, actores, movimientos y pueblos. Esta es la cuestión decisiva. Y en esa acción y movilización juegan un rol clave las ideas y las propuestas. Por eso, hay que repensar la arquitectura de la gobernanza integrándola en la perspectiva de una biocivilización por la sustentabilidad de la vida y el planeta. La arquitectura de una gobernanza ciudadana, solidaria, justa debe reposar sobre sólidos pilares éticos y filosóficos. Debe también apoyarse y, recíprocamente hacer posible, una nueva economía orientada por una justicia social y ambiental. Todo está interrelacionado: la ética, la política, la economía y es necesario actuar en todos los terrenos al mismo tiempo.3

 

Pasó Rio+20. Han pasado veinte años desde la Cumbre de la Tierra en Río en 1992. El mundo sigue cambiando, profundamente, rápidamente. Este período empezó marcado por acontecimientos significativos: la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, la Cumbre de la Tierra en Río en 1992, la liberación de Nelson Mandela en 1990, después de 27 años de prisión, y su elección como presidente de Sudáfrica 1994, la generalización de la comunicación por Internet a partir de mediados de los ’90, entre otros, han signado la entrada de la historia en una nueva era. Otros hechos han dejado huellas que han hecho retrodecer los avances logrados. Cada uno de acuerdo a sus raíces geográficas y a su visión del mundo podría identificar los acontecimientos históricos que han marcado los últimos veinte años. Las visiones son afortunadamente multidimensionales. Pero un horizonte común emerge. Desde hace veinte años el mundo ha entrado en una larga fase de transición donde las sucesivas crisis se combinan y entremezclan. Rio+20 marca una etapa. En esta zona de turbulencias que estamos viviendo en la historia de los primeros años del siglo 21, tenemos la oportunidad de abrir las puertas y ventanas a nuevas civilizaciones, plurales y solidarias. Ciertamente el futuro es imprevisible y sin duda será diferente al que podamos imaginar. Pero otro mundo es visible en el horizonte. Para superar esta zona de turbulencias y enfrentar y derrotar a los monstruos de los que hablaba Gramsci, es necesario contar con plataformas sólidas que nos permitan hacer camino al andar. Este es el sentido de las reflexiones que hemos querido poner en vuestras manos.

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