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Caminos y descaminos hacia una Biocivilización Caminos y descaminos hacia una Biocivilización

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Introducción

 

La crisis que estamos atravesando en este comienzo del siglo XXI es una experiencia histórica de lo cotidiano, más vivenciada y sentida que pensada. No nos cabe siquiera una certeza sobre su profundidad o su carácter radical. En consecuencia, ponerse a pensar en ella significa transitar una pista incierta, un camino que aún queda por hacer. Pero aun así, se trata de una tarea urgente y necesaria. La humanidad se enfrenta al desafío de tomar unas decisiones que son fundamentales. Lo que se elija puede significar un avance directo hacia lo irreversible en términos de destrucción de la vida y del Planeta Tierra o hacia la reconstrucción de las bases y de las relaciones entre los seres humanos, y de estos últimos con la biosfera, capaces de alimentar un proceso virtuoso, todavía posible, de sustentabilidad social, ambiental y ecológica.

 

Los diagnósticos son muy alarmantes. Aparecen a diario, en la radio, la televisión, internet, los periódicos y revistas, signos de un modo de vida que está en crisis. Tenemos violencia y guerras de todo tipo, intra e inter pueblos, algo intrínseco a nuestro modo de vivir y de organizarnos como sociedades humanas en la actualidad. La destrucción ambiental también ha llegado a nuestra vida cotidiana. Tal vez antes no existieran los medios para vivenciar tan de cerca esta contemporaneidad de las destrucciones social y ambiental. Las nuevas tecnologías de información y de comunicación lo permiten, y es así como la gente recibe noticias diarias y puede sentir cómo el clima y la naturaleza están dando señales de desregulación, con sequías crecientes y extremas, volcanes activos, tsunamis devastadores. Hablar de desigualdad y de exclusión social ya dejó de ser tabú, pero hacemos poco o nada para revertir ese cuadro, limitándonos a convivir con él. Tampoco nos horrorizan ya tantos ricachones a nuestro alrededor: los tomamos como una anormalidad normal, por decirlo de algún modo. Aparecen algunas reacciones aquí o allá, pero la financierización de la vida ha llegado a un grado tal que sólo nos lamentamos porque no sabemos cómo enfrentar a los dragones modernos, gestores del casino global en que se ha transformado el mundo, máquina de aspirar y concentrar dinero con la globalización neoliberal de las últimas décadas. Tenemos muchas cosas en medio de muchas carencias. La abundancia de bienes materiales de todo tipo, concentrada en menos del 20% de la población mundial, no logra tapar el enorme contingente de seres humanos que se acuestan con hambre al final del día. El productivismo y el consumismo destructivos -creadores de más lujo y más basura, destruyendo la vida y la naturaleza- se han apropiado de nuestro estilo de vida. Acumulamos bienes individuales, pobreza colectiva e infelicidad humana.

 

Para completar el diagnóstico, tenemos una crisis de valores y de utopías, de imaginarios movilizadores. Hay un cinismo que se propaga como un cáncer cultural, destruyendo la capacidad de indignarse ante un individualismo fundamentalista, instituido como regla absoluta del ganar a toda costa y que triunfe el más experto y competente, sin importar de qué manera. El tejido social de la convivencia y del compartir, del reconocerse responsable por la igualdad de derechos de todos, está siendo amenazado. Existen por supuesto muchas resistencias en todas partes, pero todavía no constituyen una nueva ola histórica de esperanza y transformación. Hay cambios que están teniendo lugar, pero que necesitan articularse y fortalecerse, creando movimientos irresistibles, definidores de una nueva agenda y de un nuevo horizonte histórico para el mundo.

 

En el ámbito de los grupos y movimientos sociales minoritarios y contestadores -los altermundialistas o activistas de la naciente ciudadanía planetaria, como prefiero llamarlos- todavía poco visibles en el espacio público, usamos la expresión crisis de civilización para definir esta combinación y simultaneidad de muchas crisis. La crisis de civilización caracteriza, para nosotros, esta pérdida de capacidad de respuesta del sistema dominante frente a los desafíos mundiales, tanto de preservación de la integridad del planeta y de la vida para las futuras generaciones, como de injusticia social y ambiental intra e inter pueblos en la actualidad. Los fundamentos, la legitimidad y los rumbos del modelo occidental eurocentrista, extensivamente del Atlántico Norte, que ya cuenta con algunos siglos y ha sido gestador de las conquistas y del colonialismo esclavista, del capitalismo y del socialismo (su opuesto hermano siamés), se están disolviendo y pueden terminar haciendo que el proceso de destrucción ecológica y social se vuelva irreversible. Pero hablar de crisis de civilización puede ser una forma de sustituir el análisis por el concepto vacío, que esconde más de lo que revela. Necesitamos con urgencia síntesis analíticas consistentes, que demuestren y fundamenten el concepto, sobre todo porque ésta es una condición para que las propuestas de superación ganen en consistencia e inteligibilidad.

 

Pensar las bases de una nueva civilización y embarcarse en el largo proceso de desarme y reconstrucción social de la cultura, de la economía y del poder que esto implica es un imperativo para la humanidad toda. La idea de una biocivilización va en el sentido de la búsqueda de un nuevo paradigma civilizatorio. Se trata de un concepto aún embrionario, en medio de otros que también son legítimos en esta búsqueda. La biocivilización puede señalar una dirección, pero en realidad también es un concepto que necesita ser construido, en un largo proceso de diálogo con la realidad, con los procesos, con las luchas, con las prácticas de resistencia y de emancipación que ya están en curso. Se trata de una teorización a ser elaborada. En caso contrario, puede ser el camino más corto para reemplazar el esfuerzo de análisis y explicación por el concepto vacío que recubre.

 

Pero ésta es sólo una de las contradicciones y desafíos del imperativo de pensar salidas para la crisis de civilización que estamos viviendo. Los valores y las ideas, el imaginario, la comprensión y las propuestas son una condición necesaria, pero insuficiente. Todo requiere de portadores, de sujetos colectivos que vean en ese conjunto de valores e ideas la expresión del sentido de su existencia y su compromiso, del horizonte utópico a avizorar y de la posibilidad de transformación de las condiciones, relaciones y estructuras vividas. Se trata de la coherencia entre lo pensado y lo vivido, de hasta qué punto los análisis y las propuestas movilizan y mueven las luchas sociales, fortaleciendo a aquellos sujetos colectivos que pueden cambiar el status quo. No hay cambios históricos sin sujetos sociales que los promuevan, en pugna con otros sujetos sociales que no los desean. Es decir que nuestro pensamiento, alternativo al sistema, a la crisis de civilización, que busca proponer un nuevo paradigma, sólo es viable si, por un lado, se convierte en la expresión de los sueños y deseos de sujetos colectivos diversos, en la pluralidad de pueblos y territorios del mundo y, por otro lado, desemboca en alianzas y movimientos con fuerza y poder suficiente como para llevar adelante los cambios en la sociedad, en sus relaciones internas y en la cultura dominante, en la relación de ellas entre sí y a nivel mundial, en el Estado y la economía en que se sustentan, en las relaciones de la humanidad con la naturaleza. De hecho, las alternativas sólo serán alternativas si son asimiladas por quienes se movilizan y luchan, a partir de las contradictorias situaciones concretas en que viven y se construyen como sujetos con identidad y proyecto, como ciudadanía activa. Es una tarea posible -la historia de la humanidad está repleta de ejemplos de este tipo- pero ardua y larga, de una o más generaciones.

 

El presente Cuaderno de Propuestas aspira a ser una contribución para afrontar estas cuestiones antes mencionadas. Es un llamado abierto a la reflexión para la acción política transformadora, haciendo camino al andar, como decía el poeta, más que un plan ya trazado. Se trata de construcción de puntos, unos más claros que otros, con la preocupación de ser coherente y consistente, no necesariamente exhaustivo. Puntos que motiven y que puedan servir de guía a un trabajo más sistemático de análisis y de reflexión. Pero al mismo tiempo, puntos que van pegados a la acción política, que alimenten, sostengan y fortalezcan a sujetos colectivos en sus luchas por la transformación de la realidad vivida.

 

El Cuaderno está organizado en dos partes. La primera es más de filosofía política, de sistematización y reflexión sobre las bases fundantes de un nuevo paradigma, que ya están animando luchas en el horizonte histórico de nuestras vidas y que, articuladas, pueden apuntalar proyectos posibles. La otra apunta más a la acción, desde las urgencias hasta las tareas políticas que tal vez debamos priorizar junto a los sujetos colectivos que están deseando otro mundo, para hacer posible la transición a un nuevo paradigma de civilización a partir del aquí y ahora.

 

 

Primera Parte

Fundamentos para una Biocivilización

 

Éste es un desafío monumental, de orden filosófico y político, pues se trata de desarticular supuestos del pensamiento y de la acción que ya se han convertido en parte del sentido común y que, por eso mismo, son pilares de esta civilización industrial productivista y consumista, machista y racista, que invade nuestras vidas, moldea nuestras cabezas, organiza la economía y el poder en la sociedad. Vemos la destrucción y la desigualdad que genera este modelo de desarrollo en el que se basa nuestra civilización. Sin embargo, tendemos a pensar que es por falta de desarrollo, por no desarrollo o por subdesarrollo, que esos males persisten. El sueño y la ideología dominantes de Norte a Sur y de Este a Oeste del planeta Tierra es el desarrollo, entendido en términos de hacer crecer el PBI, tener y consumir más bienes materiales, cueste lo que cueste.

 

Recién ahora, con el fantasma del cambio climático, van surgiendo algunas dudas, y el edificio ideológico y cultural, los valores y la ética de esa civilización productivista y consumista empiezan a mostrar fisuras. El momento es propicio para levantar banderas, pero nada ocurrirá por mero determinismo. La praxis transformadora tiene que ser reinventada. La tarea hercúlea no puede intimidarse ante la avasalladora capacidad de la civilización dominante misma para reproducirse sin cambiar los fundamentos. Para la biocivilización no basta con maquillar de verde lo que tenemos y seguir creciendo, con exclusiones sociales y destrucciones del bien común natural. Necesitamos recomponer y reconstruir los fundamentos de la civilización humana para que ella misma no sea una amenaza para la sustentabilidad de todos (sin exclusiones, intra e inter generacionales) y de toda la vida y la integridad del planeta.

 

Es importante dejar en claro que estamos hablando aquí de principios y valores éticos que tienen como eje central las relaciones de la humanidad con la naturaleza y su rica biodiversidad y las relaciones de la humanidad con su propia diversidad social y cultural. Los principios y valores son la infraestructura tanto de los ideales y del imaginario social como de las prácticas en todas las esferas de la vida, del poder y de la economía hasta lo cotidiano, la vida grupal y familiar. La atención aquí se focaliza en los principios y valores ya presentes de forma subordinada dentro de la civilización en crisis, principios y valores que pueden ser potencializados como fuerzas emergentes de un nuevo paradigma de pensamiento y acción, que apunta a la posibilidad histórica de la biocivilización. No se trata de lo obvio, como algunos pueden creer, sino de la búsqueda del buen sentido en el sentido común, como nos lo enseñó el gran pensar del cambio histórico posible, Antonio Gramsci.

 

 

1 – Sociedad y Naturaleza

 

Una cuestión central abordada en todas las cosmovisiones es la de nuestro lugar en tanto seres naturales pero dotados de conciencia. No cabe examinar aquí todas esas tradiciones filosóficas y teológicas. Lo que importa reconocer es hasta qué punto la visión que establece el supuesto de la separación entre seres humanos y biosfera conduce a la centralidad y el dominio de los humanos sobre todas las demás formas de vida y sobre la base natural común a toda vida. Tal supuesto filosófico – el antropocentrismo- es uno de los pilares de la civilización dominante. La expansión científica y tecnológica se alimenta de ese supuesto y es condición de la industrialización. Sin duda alguna, poner a los seres humanos como amos absolutos e identificar en ellos a la razón como base de la objetividad -en contraposición con la subjetividad (ética, emoción, afectividad, placer y miedo) y dominándola- a lo largo de varios siglos, produjo un extraordinario desarrollo científico y técnico en contra de la naturaleza. Sin duda alguna, una gran conquista humana. Pero con esto terminamos convirtiendo a la ciencia y la técnica en valores supremos. Peor aún, el mismo supuesto -la racionalidad- terminó justificando nuevas formas de dominación, esclavitud y explotación de humanos por humanos. Es decir, en última instancia, la separación entre los seres humanos y la naturaleza erigió a la racionalidad como fuerza motora e ideología legitimadora en la constitución de la civilización industrial, con su riqueza y su pobreza, su violencia y su dominación, su poder destructivo de la naturaleza y de los grupos sociales y pueblos que a ella se oponen. No acabó con la subjetividad: la subyugó, subordinando hasta la ética a la racionalidad.

 

En la crisis de civilización dominante, un tema que aparece como condición sine qua non es la necesidad de recomponer y reconstruir nuestra relación con la naturaleza. Finalmente, nosotros somos, antes que ninguna otra cosa, parte de la biosfera, somos naturaleza nosotros mismos. Nuestra vida no está por encima ni al lado, sino dentro de la lógica natural. Pero para ello es necesario recomponernos a nosotros mismos como seres humanos, dotados de razón y sensibilidad, dependientes unos de otros, múltiples y diversos, con capacidad de crear significados y direcciones, pero como parte del conjunto de la naturaleza, sabiendo tratarla, compartirla y regenerarla. Las generaciones futuras tienen derecho a las mismas condiciones naturales que la nuestra. Pero la integridad del planeta es un valor en sí misma y preservarla es un deber nuestro. Interactuar e intercambiar con la naturaleza es, por definición, la vida misma. Desde una perspectiva de biocivilización, en esta relación con la naturaleza, adaptándose a sus condiciones y ritmos, siguiendo sus procesos de cambio y enriqueciéndola, facilitando la renovación y la regeneración, se define la sustentabilidad de la vida y del planeta.

 

La relación con la naturaleza, como condición del vivir mismo, es de dependencia e intercambio. Las formas de esta relación son diversas, como diversa es la biosfera y son las condiciones naturales, de un lugar a otro. Los territorios -el lugar en que vivimos y nos organizamos como sociedad en relación con su medio, en las ciudades o en el medio rural- expresan esta diversidad de la naturaleza, de la interdependencia de la naturaleza con la biodiversidad y de su simbiosis con los seres humanos, diversos a su vez entre ellos. La ciencia y la técnica pueden ser extremadamente útiles si su uso es subordinado a la ética del respeto a la integridad de la biosfera, de la naturaleza y sus procesos físicos y biodinámicos, tal como se presenta en nuestros territorios. Volver a mirarnos como parte de los territorios, como nuestro lugar de existencia, con sus posibilidades y sus limitaciones, puede ser el camino para rehacer y reconstruir la relación sociedad-naturaleza, en el respeto mutuo, de intercambios vitales que reproducen y regeneran, sin destruir. Se trata de hacer un recorrido mental y práctico de relocalización y redescubrimiento de los lazos que nos unen al mundo natural y, a partir de allí, de los lazos de la convivencia social, en un planeta natural y humano interdependiente, de lo local a lo mundial. Hoy sabemos también que los fenómenos naturales son interdependientes unos de otros en términos planetarios, aun cuando su manifestación y forma sean específicos de cada territorio.

 

Esta es la enseñanza que surge de la crisis actual, del grito de quienes no se conciben independientes de sus territorios, como los pueblos originarios -especialmente indígenas y pueblos tribales- las comunidades quilombolas, los grupos de recolectores de frutos del bosque, las comunidades campesinas de todo el mundo. A ellas, la humanidad les debe la preservación de la biodiversidad del planeta, en razón de la simbiosis de su modo de vida con la naturaleza. En ellas también es posible redescubrir una cultura de convivencia y de respeto con la naturaleza, sin comprometer las múltiples formas de vida y su integridad, sino más bien aprovechándolas para vivir como seres humanos, como creadores de cultura, de conocimientos, de sentidos y de comunicación.

 

Los pueblos indígenas andinos, en particular, nos traen hoy la idea del vivir bien, que tiene como pilar el hecho de reconocerse como parte de la naturaleza y ver en ella a un sujeto con el cual relacionarse y al cual respetar: la Madre Tierra. En realidad, su visión y su cultura combinan conceptos y prácticas propios de una sociedad que interactúa con todos los componentes de la naturaleza (el aire, el Sol, la Luna, el agua, la lluvia, la montaña, los animales, las plantas, etc.) como sujetos mismos, así como nosotros, los humanos. Esta complejidad es difícil de captar y traducir para nuestra cultura eurocentrista, incapaz de captar la radicalidad de su filosofía de vida. El hecho es que esa filosofía puede inspirarnos en la reconstrucción ética y práctica que debemos hacer como humanidad en pos de una biocivilización. Pero no nos engañemos: el camino no está trazado y los desafíos son muchos. ¿Qué es vivir bien en una villa (chabola, cantegril), en un basural urbano, en un campo de refugiados, en una comunidad de ocupas y de sin tierra amenazados? ¿Cómo redescubrir el vivir bien cuando se está rodeado de cañaverales o de eucaliptos hasta el horizonte? ¿Cómo volver a soñar con vivir bien en nuestras ciudades hechas para autos de uso individual o en nuestros edificios refrigerados o en los barrios cerrados, con la más radical separación del “mundo de afuera” y entre nosotros mismos? ¿Qué sentido de la comunidad queda todavía para rescatar dentro de eso en lo que la civilización industrial productivista y consumista nos ha transformado? ¿Cómo dejar un estilo de vida del tener más, produciendo siempre más basura y destrucción, para dar lugar al ser más, más feliz, más solidario, más consciente de las responsabilidades de regenerar, reproducir y preservar la integridad de la base natural, compartiéndola con todos en la actualidad y con las generaciones futuras?

 

La idea misma de biocivilización asigna inmediatamente un lugar central a esta relación con la biosfera y los territorios. Vale decir que, para volver a ser sustentable, la civilización humana tiene que renunciar al antropocentrismo y cambiar su visión y su relación con la naturaleza. ¿Pero esto implica acaso adoptar una perspectiva “biocéntrica”? (ver Gudinas, E. “La senda Biocéntrica: Valores intrínsecos, derechos de la naturaleza y justicia ecológica”. Tabula Rasa. Bogotá, (13): 45-71, jul./dic. 2010). La vida, toda forma de vida, tiene el derecho fundamental de existir. Ése debe ser el principio fundador, la condición y el límite de la civilización humana. Pero para ello será necesario desactivar la “máquina” de acumular riqueza material y financiera. Esa máquina es el motor del desarrollo y combina una mercantilización sin límites -atribuyendo precios a productos y servicios, inclusive de la naturaleza- con una industrialización en búsqueda de mayor productividad, consumo y acumulación (ver Spratt, S. et alii. The Great Transition. London, The New Economics Foundation, 2010). A pesar de que esté orientada para el crecimiento y regulada por el mercado, la máquina de la industrialización produce más basura que bienes o servicios útiles. Se trata de un sistema que funciona en una lógica de negocio que plantea la obsolescencia (duración y utilidad) de los productos para poder vender más y más y acumular así riqueza monetaria (Tasso Azevedo. “Feito para não durar”. O Globo, Río de Janeiro, 20/07/2011, pág.7)

 

2 – Ética del Cuidado, de la Convivencia y del Compartir

 

Nos encontramos aquí frente a principios y valores que deberán reorganizar la infraestructura humana de la economía y del poder con vistas a una biocivilización. En la civilización industrial productivista y consumista, organizada por el valor mercantil, esos principios y valores están excluidos o son minimizados, juzgados únicamente por lo que contribuyen o no al valor del mercado. Con esa exclusión, quedan afuera todas las actividades humanas que implican, aun cuando se trate de actividades vitales. No obstante, esos principios se refieren a lo esencial de una economía orientada hacia la vida (“the core economy”, como lo definen Spratt et alii. op.cit), pues en ellos se apoya la vida real. Por esta misma razón, el poder, para tener sentido, debe crear un ambiente social, cultural e institucional propicio para que esos principios y valores sean la referencia de la sociedad como un todo.

 

El Cuidado puede tomarse como principio fundador, a pesar de su interdependencia con los otros dos. La vida no existiría sin el cuidado. Es algo inmanente en la vida natural, tanto de los animales como de los seres humanos. No hay mejor ejemplo que el de una madre defendiendo a los recién nacidos. Y nada más horripilante que el abandono. Como un hilo continuo que pasa a través de las generaciones, la vida se reproduce y, al mismo tiempo, van muriendo seres vivos, en un proceso contradictorio en el que la vida continúa en el nacer y el morir de quienes la disfrutan. Todos los seres vivos del planeta cargan este maravilloso sino, que opera basado en el principio del cuidado.

 

El cuidado es la actividad esencial de lo cotidiano. El movimiento feminista nos recuerda que sin el cuidado no existirían los bebés ni los niños y la vida no se reproduciría. Además, sin cariño y amor, ¿qué sería de la vida humana? Sin la actividad de cuidar, vigilar, cocinar y servir la comida, lavar…en resumen, sin la economía doméstica, la vida humana misma no existiría. Y en ese espacio considerado como privado se gesta lo esencial de lo humano. Nuestros ancianos, padres y abuelos, los enfermos y los discapacitados, todos estarían condenados si no fuera por el cuidado doméstico, familiar, cotidiano. Ese trabajo esencial es realizado fundamentalmente por las mujeres, que cargan el fardo de la doble jornada y sufren la dominación machista. Estamos, en realidad, ante una inversión en donde lo esencial -el cuidado- es considerado como privado y sin valor en nuestra economía dominante y donde el mercado ocupa en cambio un lugar central. Más aún, nuestra sociedad, al descalificar el cuidado, descalifica, explota y domina a las mujeres, privatizando la familia y legitimando dentro de ella la dominación machista. Por último, ¿qué tiene la economía de “gestión del hogar” -en su acepción original, etimológica- si el hogar exactamente, considerado como privado, queda afuera, no tiene valor y, peor aún, es el espacio privilegiado de la “vida privada”, donde la dominación y la violencia machista no tienen límites?

 

Sería un reduccionismo y, en cierto modo, una sumisión al principio de valor del mercado, decir que estamos solamente frente a un trabajo no remunerado. En realidad estamos frente a la negación más flagrante y evidente tanto de la igualdad fundamental de los seres humanos, mujeres y hombres, como del principio ético del cuidado, que define una economía humana sustentable. Se trata de identificar y combatir la explotación doméstica y privada incluida en el trabajo esencialmente femenino del cuidado, condición indispensable para la supervivencia de la especie, por parte del sistema de acumulación de la riqueza a cualquier costo, motor de la civilización industrial capitalista y (me duele decirlo) de su subalterno, el socialismo. El trabajo doméstico femenino subyugado es fundamental para el funcionamiento del sistema dominante, pero éste no puede eliminar o dispensar el cuidado.

 

Tenemos que rescatar al cuidado como principio de desprivatización de la familia y de la dominación machista en su seno – finalmente es allí adonde se gesta el mayor bien común de la humanidad, los hijos e hijas que le darán continuidad-. Pero, al mismo tiempo, tenemos que erigir el principio del cuidado como elemento central de la nueva economía, de la nueva gestación de la gran casa que constituye la simbiosis de la vida humana con la naturaleza, la indispensable vida en comunidad adonde se convive y se comparte todo, los territorios como forma de organizarse para vivir según las potencialidades y límites del locus que ocupamos, la economía y el poder que de allí resultan, desde lo local hasta lo mundial.

 

Cuidar es un imperativo dentro de lo humano y de nuestra relación con la biosfera. Sin cuidado, la atmósfera fue colonizada por las emisiones de carbono de las grandes corporaciones económicas, de las empresas, de los más ricos y poderosos: por el consumismo. Hoy en día la humanidad está amenazada, como también lo están todas las formas de vida. Sin cuidado, se llevó adelante la empresa colonial de la conquista de pueblos y de sus territorios y, en la actualidad, siguen las disputas por los recursos naturales del planeta. En pos de una mayor productividad, sin cuidado, estamos creando semillas transgénicas y destruyendo la biodiversidad existente. Sin cuidado, estamos contaminando el agua, destruyendo la vida en los océanos, deforestando y creando desiertos. La verdad es que resulta imposible pensar en la sustentabilidad sin el principio y el valor ético del cuidado.

 

El cuidado tiene como corolarios los principios de la convivencia y del compartir. El cuidado florece con la vida comunitaria y las relaciones de amistad. Éstas amplían el cuidado fuera de las familias en términos sociales. Allí florecen la vida cultural, las fiestas, el sueño y el imaginario, las creencias que dan dirección y sentido al vivir, al amar. Basándose en el cuidado se desarrolla la cooperación y surge el interés común. La convivencia y el compartir son indispensables para la comunicación, para el lenguaje y para el aprendizaje. Los conocimientos, a su vez, no existirían si no fuera por el compartir.

 

Nada agrede más a esos principios que el estilo dominante en nuestras ciudades, hechas para coches individuales, de proximidad extrema y distancia humana kilométrica, con llaves y sistemas de seguridad que bloquean y apartan, con manzanas cerradas y barrios vigilados día y noche por guardias privados. Felizmente, aquí también pueden verse bolsones de resistencia, en el campo y en la ciudad, donde florecen el cuidado, la convivencia y el compartir, apuntando a otras posibilidades de organizarse y vivir bien.

 

¿Hay algo más negador de humanidad que la propiedad privada intelectual? ¿Es posible acaso imaginar el conocimiento como bien común creado, independiente del aporte anónimo de una corriente de seres humanos, de esta generación y de las generaciones pasadas, que comparten sus errores y sus aciertos?

 

Los principios y valores éticos del cuidado, de la convivencia y del compartir deben ocupar el centro de la reconstrucción de nuestra relación con la naturaleza, siendo esta última la base indispensable de la vida humana, de toda vida. Pero también deben ocupar el centro de la nueva economía y del nuevo poder. La economía sustentable sólo es posible si se basa en el cuidado, que lleva al respeto de la integridad de la naturaleza, al uso que no destruye ni genera basura, sino que renueva y regenera. Cuidar significa extender la vida útil de los bienes materiales, reparándolos y conservándolos. Cuidar significa intercambiar con la naturaleza, respetándola, sin sobrepasar la huella ecológica posible para su integridad actual y futura. Preservar especies naturales (semillas y animales) – la biodiversidad – es cuidar y, al mismo tiempo, establecer condiciones para la convivencia y el compartir. Convivir y compartir tal como se los define aquí implican poner en tela de juicio, radicalmente, el principio de la propiedad individual de la tierra, de un pedazo de costra terrestre. La propiedad excluye a los no propietarios de tener acceso e interactuar con ese pedazo de naturaleza que se convierte en terreno privado de alguien. De manera extensiva, la dominación territorial de un grupo o un pueblo sobre otros, definida como derecho de soberanía sobre territorios y gente, donde quien domina puede hacerlo todo, es también una negación de los principios aquí definidos como base para una biocivilización. Por último, todos necesitamos para vivir algunos recursos que están distribuidos por el planeta de manera desigual. ¿Cómo invocar entonces el principio de soberanía para no compartir?

 

Tenemos de donde inspirarnos para alimentar una filosofía activa en el sentido de mover y transformar el paradigma de la civilización. Una de las tareas a realizar es establecer un diálogo intra e inter movimientos que permita síntesis nuevas, combinando todo lo que significa el vivir bien de los pueblos indígenas con el cuidado de las feministas, con el conocimiento compartido de las plataformas de software libre y del copyleft, de la agroecología y la economía solidaria, sumando además lo que se viene de ecología profunda y la ética ecológica. Es una tarea ardua y contradictoria, que todavía no muestra grandes puentes ni iniciativas en este sentido. En la pluralidad de las resistencias y de las búsquedas está el buen sentido emancipador y constructor de otros mundos. No se trata de hacer síntesis reduccionistas sino que, como un esfuerzo de una filosofía orientada a la biocivilización, la tarea consiste en dar un paso adelante, vislumbrar caminos y definir directrices de pensamiento y acción, creando nuevas y dinámicas coaliciones de sujetos colectivos para la sustentabilidad de la vida y del planeta.

 

3 – Los bienes comunes

 

Un nuevo paradigma civilizatorio sólo será posible si nos enfrentamos a la lógica de tener cada vez más bienes materiales de consumo individual y de acumular riqueza mercantil como parámetro de felicidad. La sustentabilidad de la vida y del planeta, aquí y ahora, y para las generaciones futuras, depende de la ruptura de esa lógica. Provocando una competencia desenfrenada por recursos y riqueza, hoy a escala mundial, dicha lógica conduce a la destrucción de la integridad de la naturaleza y a formas extremas de desigualdad y exclusión social. La civilización existente es ecológica y socialmente no sustentable.

 

Los diagnósticos sobre los males de nuestra civilización actual son tan abundantes como alarmantes. No está al alcance de este Cuaderno de Propuestas, sin embargo, hacer un balance crítico y posicionarse con respecto a ello. Lo que importa son las condiciones de transformación del sistema actualmente dominante y de constitución de un nuevo paradigma. Y es dentro de ese marco que la cuestión de los bienes comunes adquiere una importancia estratégica. Organizándonos en torno a los bienes comunes podemos crear un nuevo modo de ser y de vivir, tanto en la relación entre nosotros mismos como en la relación con la naturaleza. Estaremos frente a la posibilidad de hacer que surjan modelos biocéntricos de organización social y cultual, económica y política, alternativos al tipo de desarrollo actual.

 

Pero, finalmente, ¿qué son los bienes comunes? Ser común no es un a priori, sino un resultado. Los bienes no son comunes, se vuelven comunes socialmente. Común no es una cualidad inherente o intrínseca del bien (natural o producido) sino una cualidad que la relación social le atribuye. Generar bienes comunes es una forma especial de organizar la vida social (Silke).

 

Los bienes comunes son aquéllos que las relaciones sociales identifican y administran como tales. ¿Qué tipo de procesos sociales llevan al reconocimiento y a la gestión común, condición de la definición de bienes comunes? La necesidad sentida, abordada y enfrentada colectivamente lleva a crear bienes comunes. Al mismo tiempo, la búsqueda desenfrenada de acumulación individual capitalista viene siendo la forma más radical de encarcelación y destrucción de los bienes comunes. Rescatar y regenerar bienes comunes es más que una resistencia, es crear las condiciones para otro modo de vida.

 

La humanidad siempre convivió con bienes considerados comunes. Algunos – como el agua, los ríos y océanos, el aire y la atmósfera – porque se los identifica con la vida misma y es inconcebible vivir sin ellos. Otros, porque los usos y costumbres siempre los han tratado como de todos, como las montañas, los bosques con sus frutos, los caminos y las calles, los espacios de encuentro y convivencia que dan origen a plazas, los lugares sagrados como cementerios y lugares de oración. Otros, por último, porque constituyen una parte de lo que define la identidad social y cultural del grupo, tribu o pueblo, como el idioma, la música, la danza y el canto, la religión. A todos estos cabe sumar el conocimiento en sus variadas y ricas formas, su comunicación y su aplicación práctica en el proceso de interacción con la naturaleza y organización de la vida. Son bienes de distintas características. Unos son dones de la naturaleza, otros son bienes producidos y usufructuados colectivamente. El carácter de bienes comunes se fue constituyendo con el correr de los años, al mismo tiempo que su gestión colectiva. Ser parte del grupo, comunidad o pueblo también es tener el derecho de compartir esos bienes comunes.

 

Frente a esto, considerar a los bienes comunes como una forma de propiedad contrapuesta a la propiedad privada sería una enorme limitación. Sin duda alguna, si son bienes comunes no pueden ser propiedad privada, pero su carácter común extrapola la cuestión de la propiedad en sí. Es fundamental poder distinguir este hecho para no encerrar lo esencial de los bienes comunes para la vida social dentro de una forma de propiedad, colectiva o estatal. Su importancia, antes y por encima de la propiedad, radica en la idea de sustrato de la vida en sociedad.

 

Pero la historia real, y especialmente el proceso histórico que creó las condiciones para la aparición y el desarrollo de la civilización industrial que conocemos, es de usurpación por enclaustramiento y por apropiación privada de lo común. Esto conduce a la extrema comodificación y mercantilización de los bienes comunes, una de las bases de su expansión y una de sus contradicciones más evidentes. Peor aún, diferentes formas de vida están siendo mercantilizadas. El carácter radical de esta amenaza a la vida y a los bienes comunes, así como también la resistencia social que provoca, tiene que ver con la no sustentabilidad de ese proceso. Se trata de una amenaza al planeta y a la humanidad tal como la conocemos.

 

La descomodificación y la desmercantilización de los bienes comunes son una de las condiciones ineludibles para superar la crisis de civilización y para avanzar en la búsqueda de bases de sustentabilidad de la vida y del planeta. Y es a través de la lucha social que se rescatan bienes comunes concreta y simbólicamente, ampliando el alcance mismo de lo que es común. Alrededor de los bienes comunes, una de las luchas más evidentes (porque se arraiga en diferentes realidades) tal vez sea la lucha contra la privatización del agua. En todas partes del planeta, todos los pueblos, de diversas formas, registran luchas por el agua como bien común tal como aquí se lo concibe. A pesar de ser difusa como definición, la atmósfera y el clima, en razón de la crisis ambiental provocada por las emisiones de carbono, comienzan a ocupar también un lugar de preferencia dentro de las luchas por los bienes comunes. Conceptos nuevos, como el de la colonización de la atmósfera, de los océanos y mares, de la biodiversidad, por parte de las grandes corporaciones capitalistas y de las sociedades más ricas, van ganando sustancia y densidad y estos campos emergen entonces como bienes comunes planetarios. Luchas como la del software libre están a la vanguardia de la lucha contra la privatización de los conocimientos como bien común fundamental. Aparece de este modo la lucha contra toda forma de propiedad intelectual, como condición para el florecimiento de los bienes comunes y la constitución de una biocivilización. La radicalidad de la visión indígena del buen vivir radica en el modo en que concibe y se relaciona con toda la naturaleza y los bienes comunes.

 

Ubicar los bienes comunes en el centro del debate significa, en realidad, poner en el centro las condiciones de vida, de toda vida. ¿Pero cómo reconvertir nuestro estilo de vida priorizando los bienes comunes? Pensemos en nuestras ciudades: ¿son un bien común? Nuestra gestión de las ciudades -como espacio humano construido, organizado, para todos- ¿está orientada a tratarlas como un bien común? El cáncer privatizante e individualista reina en las ciudades, priorizando lo individual: el coche, la seguridad del patrimonio y no de la ciudadanía, excluyendo y marginalizando, ¿puede ser extirpado para resaltar el bien común de todos? Y nuestra agricultura: ¿pueden los bosques someterse a la lógica del agronegocio o deben ser rescatados como bien común? ¿No constituye una amenaza frontal al bien común el hecho de comercializar bosques a cambio de créditos de carbono, alternativa que propone la economía verde? ¿Los biocombustibles responden a la reivindicación creciente de cuidado y conservación de la naturaleza o son simplemente una nueva forma más de mercantilización y destrucción? ¿Y qué decir de las semillas y de la biodiversidad? ¿Son un nuevo frente de negocios o un patrimonio natural fundamental para la integridad del planeta y un patrimonio colectivo destinado a ser cuidado y compartido por toda la humanidad? ¿De qué manera quebrar la lógica de la privatización y de los negocios? Los conflictos generados por la extracción (minerales y petróleo por ejemplo) ¿son motivados por la extraordinaria ganancia que gira en torno a ella o porque los territorios elegidos para la extracción es adonde resisten pueblos con una relación y una gestión de la naturaleza que la preservan como modo de vida?

 

Los bienes comunes son uno de los fundamentos para la biocivilización. Rescatar bienes comunes, ampliar los bienes comunes, crear nuevos bienes comunes son todas tareas para la edificación de un nuevo paradigma de civilización contrapuesto al que hoy está en crisis. Los bienes comunes no niegan necesariamente la industrialización, pero la subordinan a la lógica de lo común. No están en contra de las ganancias y utilidades que propician los bienes comunes: simplemente imponen y refuerzan los principios del cuidado y del compartir. Fortalecer su carácter de bienes comunes significa fortalecer lo social, el espíritu de comunidad, la vida colectiva, el vivir como una experiencia que sólo se realiza en la relación con otros seres humanos, con otros seres vivos y con la naturaleza en su contradictoria y fantástica plenitud.

 

4 – Redefiniendo la Lucha por la Justicia

 

La justicia social, que se basa en el reconocimiento del principio de igualdad de condiciones de los seres humanos, atraviesa las más diversas tradiciones filosóficas y religiosas. Dada la realidad de la desigualdad social intra e inter pueblos a lo largo de la historia, la lucha por la justicia y la igualdad han sido el “motor de la historia”. Nunca la humanidad fue tan desigual como en el contexto actual de la abundancia excluyente, de la escandalosa riqueza y la insoportable miseria, y nunca esta verdad de la lucha por la justicia y la igualdad fue tan evidente. Tampoco nunca la humanidad ha tenido tan amplia conciencia del imperativo de la equidad y de la amenaza que representan la exclusión social, la pobreza y las distintas formas de desigualdad e injusticia social dentro del marco de lo que hemos definido aquí como crisis de civilización.

 

¿Pero qué significa hoy por hoy luchar por la justicia social? Con el derrumbe del socialismo real y con la hegemonía del capitalismo globalizado, la cuestión de la igualdad y de la justicia social se hizo más visible todavía. Al crecer la desigualdad dentro de los países y entre ellos, las luchas por la igualdad se intensificaron, pero siguen siendo fragmentadas. Las utopías libertarias y emancipadoras perdieron encanto con la crisis de las teorías de transformación basadas en el inevitable protagonismo -poco fundado en el proceso real de la historia- de algunas clases sociales por sobre otras clases subalternas. Más aún, el socialismo real se presentó como una forma alternativa de maximizar la industrialización productivista (“fuerzas productivas”). En la práctica, las revoluciones socialistas aceleraron y profundizaron la destrucción de la naturaleza. En el vacío que quedó, crecieron los fundamentalismos religiosos y políticos, a su modo violentos y excluyentes. De cualquier modo, la lucha contra las desigualdades de todo tipo aún sigue siendo una gran bandera de potencial unificador a escala mundial, tal como lo revelan los recientes procesos como el del Foro Social Mundial. Esa lucha está íntimamente asociada al surgimiento de distintas identidades y sujetos colectivos, en un nuevo modo de hacer política en este mosaico dinámico y de posibilidades múltiples de la naciente ciudadanía planetaria.

 

El problema de la desigualdad es un problema de relaciones de fuerza, relaciones de poder. Su complejidad no puede resumirse a la magnitud de la ganancia monetaria, por más alarmantes que sean los indicadores de la renta per capita. Las formas de desigualdad como formas de dominación social son una característica intrínseca de la civilización industrial productivista y consumista. Al ser una sociedad del tener y del acumular, crea necesariamente excluidos y dominados para que el tener y acumular en manos de pocos pueda ocurrir. Para ello, esta “máquina” privatiza y mercantiliza, usurpa bienes comunes, priva a enormes franjas de la población de medios para organizarse y vivir autónomos, no quedando otra forma de vivir que no sea la de someterse a la explotación capitalista. La ideología misma del tener y del consumir como expresión de la felicidad humana penetró profundamente en nuestras mentes y nuestros corazones. En el proceso de producir y acumular, esta forma de organización y modelo de desarrollo de la riqueza produce al mismo tiempo desigualdad ambiental, pero impone su ideario de consumo a toda la sociedad, convirtiéndola en rehén del crecimiento de los negocios, perpetuándose en el tiempo.

 

Una dimensión que hay que incorporar en la redefinición de la cuestión de la igualdad social es, precisamente, la destrucción ambiental. Como humanidad, ya consumimos más recursos naturales -nuestra huella ecológica- de lo que el planeta soporta. Estamos generando entonces una injusticia entre generaciones, pues no estamos dejando a las futuras generaciones la naturaleza con capacidad de regeneración tal como la encontramos. Considerando la desigualdad y la injusticia social, la destrucción ambiental -que compromete a las futuras generaciones- debe ser vista como una faceta fundamental de la desigualdad social misma de la actualidad. Por último, la destrucción ambiental es socialmente desigual, ya que unos grupos y sociedades son más responsables que otros y, peor aún, destruyen en detrimento de las actuales y futuras generaciones.

 

Por lo tanto es fundamental asociar la lucha por la justicia social y la lucha contra la destrucción ambiental, ya que una depende de la otra. Pensar que, lamentablemente, va a ser necesario consumir y destruir un poco más de la naturaleza en nombre de la justicia social -avanzar con el modelo de desarrollo y crecer económicamente para generar empleo y distribuir las ganancias- es una manera de encubrir y de continuar un modo predatorio de producción de riqueza, no sustentable, ni social ni ambientalmente. Para enfrentar la injusticia social es fundamental enfrentar la destrucción ambiental y la injusticia que ella misma contiene. No es una opción o la otra, sino ambas al mismo tiempo, como también es una tontería pensar que se puede hacer frente a la destrucción ambiental sin abordar el tema de la injusticia social. Una cosa no ocurre sin la otra y esto redefine de un modo radical las luchas sociales de nuestro tiempo, con vistas a una biocivilización.

 

De todas formas, por más importante que sea la afirmación anterior y su impacto en las luchas actuales, en los desafíos que trae para la definición de alianzas y coaliciones políticas posibles entre sujetos sociales, en los proyectos y las plataformas de acción de movimientos políticos por un mundo más justo y sustentable, la unificación de las luchas por la justicia social y ambiental todavía no es suficiente con vistas a un nuevo paradigma. Todavía estamos en un mundo antropocéntrico, de justicia entre seres humanos, de la actual y de futuras generaciones. ¿Pero adónde queda la naturaleza, su integridad? ¿Hasta qué punto esto afecta la lucha por la justicia entre nosotros, seres humanos?

 

Somos parte de la naturaleza, pero tendemos a no verlo así. Rever la relación de la sociedad con la naturaleza es un hecho considerado aquí como condición fundadora para una civilización biocéntrica, la biocivilización. Siendo así, queda planteada como central una reflexión ética y de justicia de triple dimensión: social, socioambiental y ecológica. Finalmente, ¿existe o no existe una cuestión de ética ecológica, de derechos y de justicia de la naturaleza en sí? ¿No es ésta la conclusión a la que llegamos desde la visión cósmica del vivir bien y de la ecología profunda, donde la naturaleza, sus diferentes elementos, son sujetos poseedores de derechos? ¿Podemos ir en contra del derecho inmanente de las semillas y los animales a realizarse como seres vivos, de la cadena de la vida a ser como es, de la atmósfera y del clima a no ser alterados? ¿De qué manera todo esto revaloriza o redefine la lucha fundamental por la justicia social? Por más difíciles que sean estas preguntas, la búsqueda de respuestas nos pone en el camino de la biocivilización, aun cuando muchas generaciones tengan que ocuparse de encontrarlas.

 

5 – Derechos y Responsabilidades Humanas

 

En nuestra cultura política, el enfrentamiento de las injusticias, generadas o reproducidas y profundizadas por la civilización dominante, tiende a ser asociado y confundido con la idea misma de acceso y garantía de derechos humanos. A pesar de la definición legal de tales derechos que les dan una dimensión real e importante, lo esencial es considerar aquí a los derechos en su legitimidad y su expresión en las diferentes culturas y realidades. El proceso de disputa social es constituyente de derechos, genera derechos teniendo por base el estar incluido en la sociedad y ser parte total reconocida por todos, sin discriminación ni desigualdades. Como parte de este proceso, los derechos van definiendo constantemente a la sociedad en la que se disputan.

 

Los derechos humanos no son privilegios. Para ser derechos deben ser iguales para todos y todas. Si sirven para una parte, para ciertos grupos, ciertas clases o ciertos pueblos, son expresiones de privilegios sociales asociadas al poder. Por ello es fundamental considerar a los derechos humanos como expresión de la calidad de las relaciones sociales de una sociedad determinada. La lucha por los derechos iguales, aun cuando esos derechos todavía no estén reconocidos, define a las mismas luchas, a los sujetos colectivos que son sus promotores y transforma a la sociedad, su modo de organización y gestión.

 

Y es desde esta comprensión de los derechos – en tanto bien común de una cultura política de derechos en permanente construcción y disputa, derechos iguales de referencia para todos – que éstos se vuelven importantes en una reingeniería social que apunte a la sustentabilidad de la vida y del planeta. Para ser una palanca de transformación, la búsqueda de derechos no debe detenerse ante los privilegios legalmente establecidos, definidos por los poderosos como derechos y que encubren en realidad su carácter de poder de clase. Los usos y costumbres también, la jurisprudencia, los tratados y acuerdos, terminan por congelar algunas situaciones determinadas de relaciones de fuerza, expresándolas como derechos, cuando no siempre lo son necesariamente.

 

Aquí surge una cuestión fundamental que todavía no está muy presente en la cultura política actual de los derechos humanos, pero que sería necesario incorporar. No existen derechos humanos sin responsabilidades humanas. Para poder ser titular de derechos, de todos los derechos, la condición es reconocer la misma titularidad para todos los demás. Son los dos lados de la relación política de igualdad a la que se refieren, en tanto bienes comunes, los derechos humanos. En otras palabras, para tener derechos es necesario, al mismo tiempo, ser responsable por el derecho de todos los demás. Se trata de una relación compartida y como tal, de una relación de co-responsabilidad.

 

Frente a la crisis de civilización ya existen muchas iniciativas orientadas a contraponer a las definiciones de un rol de derechos humanos (Declaración, Convenios y Tratados) un nuevo rol de responsabilidades humanas. Esto puede servir de referencia y fundamento para la construcción de un nuevo paradigma. El riesgo a evitar es el de encapsular una construcción de ese tipo dentro de las contradicciones actuales, de relaciones profundamente desiguales. Para el status quo del poder de la civilización capitalista e imperialista industrial existente, del privilegio de los más ricos y fuertes, será fácil definir responsabilidades y atribuírselas a quienes justamente el sistema mismo les niega sus derechos.

 

Como imaginario y filosofía política para una biocivilización orientada a la inclusión de todos, sin distinción, y a la sustentabilidad de la vida y del planeta, la Carta de las Responsabilidades Humanas debe construirse en relación y en paralelo con la reconstrucción y la profundización de una Carta de Derechos Humanos tal como los definimos aquí. Además, en concordancia con los principios y fundamentos aquí expuestos, será fundamental rever los derechos humanos y las responsabilidades humanas integrando allí la cuestión de la justicia ecológica, del derecho a la integridad de la biosfera y de la capacidad de regeneración natural del planeta. En este sentido, los derechos y las responsabilidades humanas son un pilar del nuevo paradigma. Va en el sentido aquí propuesto la idea de la Carta de los Pueblos, ya democráticamente construida. La Carta de los Pueblos moviliza y motiva a muchos y diversos sujetos colectivos en todas partes del mundo. Está empezando a ser una expresión de la diversidad de los pueblos, voces y culturas, territorios de lo que somos como humanidad. Transformarla en Carta de los Pueblos para una Biocivilización puede ser una manera de conectar y potencializar fuerzas de la ciudadanía viva en la gigantesca tarea que tenemos por delante.

 

6 – Igualdad, Diversidad, Individualidad

 

Aquí estamos delante de principios y valores que condensan en sí mismos construcciones culturales y conquistas políticas de la humanidad. Esto no se dio al mismo tiempo ni abarcó a todos los pueblos. Su conquista es el fruto de una lucha. Se trata de un proceso histórico en el que diferentes grupos y clases sociales, de distintas generaciones, se comprometieron en luchas sociales emancipadoras, teniendo como referencia uno o más de estos principios y valores, marcando las estructuras sociales y definiendo las condiciones de vida y acción para el futuro.

 

Hoy en día es imposible pensar alternativas para la humanidad y para ella en relación con el planeta sin pensar en la contradictoria articulación de estos principios y valores. Podemos no ser antropocéntricos en la concepción y en la práctica, pero depende de nosotros el cambio que está destruyendo tanto la sustentabilidad de la sociedad humana como la integridad del planeta. Interrogarse sobre las bases para la biocivilización es preguntarse qué cosas nosotros, seres humanos, estamos dispuestos a rever y a qué estamos dispuestos a renunciar, dando lugar y prioridad a la vida en su totalidad.

 

La igualdad como principio nos obliga a pensar de forma más holística, planetaria, tanto desde el punto de vista humano, intra e inter generaciones, como desde el punto de vista natural. ¿Cómo garantizar el derecho a la vida a todos los seres vivos, sabiendo que la competencia entre los seres vivos por la vida es una condición de la vida misma?

 

La diversidad como principio y valor es una afirmación relativamente reciente. Tiene que ver con la identidad, es decir, ser igual y, al mismo tiempo, ser distinto. Focaliza en el centro de las luchas humanas las múltiples formas de creación de identidades, culturas, opciones, que no pueden ser sometidas a formas aplastantes de igualdad. En realidad, la igualdad para ser justa debe respetar la diversidad y la diversidad social y cultural no puede ser motivo para justificar la desigualdad. La diversidad, desde un punto de vista natural, es la ley de la vida. En la diversidad se realiza la vida. Es decir que la diversidad forma parte de la ética social, de la ética ambiental y de la ética ecológica. Por eso mismo es un fundamento de la biocivilización: igualdad en la diversidad; diversidad como contraposición a la homogeneización, tanto social como ecológica; diversidad como condición para la vida sustentable y la integridad del planeta; diversidad como forma de realización de la igualdad. Esto es válido tanto para enfrentar el machismo como los racismos, la homofobia o cualquier forma de discriminación.

 

Nunca está de más recordar la importancia de la conquista y la construcción de la individualidad como condición de emancipación en la historia humana. Lo social, la colectividad y la interdependencia son elementos esenciales del vivir humano. Sin embargo, para que no sean formas de dominación, es fundamental que sean apropiados conscientemente, que las individualidades no desaparezcan en ellos o a causa de ellos. Vivir es ese transaccionar entre deseos y elecciones individuales con deseos y elecciones de otros, reconociendo y compartiendo principios y valores comunes, bienes comunes, objetivos comunes. La independencia individual no es sino la afirmación ética y política de eso único que es la experiencia de vida de cada uno como parte de la colectividad. Es muy distinta del conservador individualismo, que niega la dimensión de formar parte y de depender de un colectivo, y de construir en relación con él su propia individualidad. El individualismo es la afirmación del self made man que fundamenta la civilización capitalista dominante, machista, homofóbica, racista, de la ley del más fuerte, más violento, más experto, más competitivo. El individualismo es, llevado al límite, la negación de lo social, de los principios y valores que fundan lo colectivo y la individualidad. Por último, la individualidad sólo puede existir en base a principios y valores comunes, que reconozcan el mismo derecho de individualidad a todos/as y cada uno/a, sin distinción alguna. La individualidad es una condición para la emancipación social, la lucha por la justicia social, la construcción de una biocivilización. El individualismo es una reafirmación de la civilización productivista y consumista dominante, de la acumulación individual que concentra riquezas y destruye la naturaleza.

 

Todas estas reflexiones remiten a la cuestión de la cultura y a la importancia de la diversidad cultural para la sustentabilidad de la vida y del planeta. A través de la cultura se gestan individualidades, como también a través de ella se afirma la humanidad común y florece la diversidad cultural, condición para la existencia de la humanidad en la interacción entre seres humanos emancipados y de ellos con la naturaleza, substrato de la vida, a usufructuar, conservar y regenerar. Una cultura vibrante es una cultura diversa, no la homogeneidad impuesta por la actual globalización aplastante. Es por la cultura diversificada, que valoriza el potencial de la gente que la constituye, que es posible avizorar la sustentabilidad de la vida y del planeta. Ésta es una más de las dimensiones fundadoras de la sociedad, de la economía y del poder para la biocivilización.

 

7 – Democracia y Paz

 

La biocivilización no es posible sin paz. Se trata de una condición fundamental que toma en cuenta todos los principios y pilares antes mencionados. El imperialismo, los arsenales, las guerras y la violencia internalizada en la cultura, en las estructuras sociales, en el modo de organizar el poder y la economía son los sustentos de la civilización industrial productivista y consumista, que se alimenta de conquistas, de explotación, del servilismo de la deuda, de la desigualdad y de la exclusión social a escala global y del uso intensivo de los recursos naturales. En este sentido, la paz no es solamente un objetivo para la biocivilización: es una condición ineludible para una sustentabilidad donde todas las formas de vida tengan lugar.

 

Aquí entramos en el tema de la estrategia para la biocivilización. Sin duda, la deconstrucción de la dominación actual, de todas sus formas, y la transformación de las relaciones y culturas, de las mentes y corazones, son obras de ingeniería política que se van definiendo en el hacer, en el proceso mismo, pero donde la búsqueda osada, generosa y motivada por grandes sueños y utopías moviliza y crea las fuerzas de empuje.

 

No existe proceso histórico sin fuerzas en movimiento, en pugna. La cuestión de la estrategia aquí es cómo hacer que esas pugnas o disputas puedan hacerse de forma constructiva, renunciando a la violencia armada de cualquier tipo y apostando a la paz. Afirmo en voz alta algo que aglutina a muchas visiones, ideas y propuestas dentro del Foro Social Mundial: la estrategia es democratizar la democracia.

 

Fuera está del alcance de este documento hacer un balance -necesario, sin duda- de todo el debate sobre la democracia que tenemos, sobre sus límites y posibilidades. Cabe aclarar sin embargo el porqué de la elección de la democracia. La respuesta dada anteriormente puede ser una tautología, pero expresa lo que importa afirmar aquí como elección estratégica: la construcción del camino posible para la biocivilización pasa por los inciertos y sinuosos caminos de la democracia, a través de la radicalización y la democratización de la democracia misma.

 

Para aclarar esta afirmación y la elección que implica, traigo a colación algunos elementos de una reflexión estratégica acumulada a lo largo de 30 años de ciudadanía activa en el mismo Ibase (ver Grzybowski,C., Braga,V., y Motta,E. Indicadores de cidadania; uma proposta do Ibase em construção, 2011). La democratización es entendida como la “… igualación por medio de la acción política de las asimetrías y desigualdades existentes en la sociedad. Ahí radica su enorme potencial transformador. Se trata de un método de acción política, de búsqueda de lo posible en la diferencia y la oposición, resultando en un pacto histórico posible…”, de incertidumbres (p.4). La democracia es definida más como un proceso que como un fin. Así pues, “…los fines se buscan, se alcanzan y son definidos mediante un método democrático, en un proceso de construcción colectiva, de disputa permanente, de pérdidas y victorias relativas y nunca definitivas.”(id.ibid.) Estamos frente a un camino posible en un momento dado de la disputa. Por eso, los distintos sujetos colectivos, con su capacidad de incidencia, alianzas y coaliciones, se constituyen en fuerzas constructivas de lo posible, donde la lucha legítima se somete a las reglas y principios democráticos. La institucionalidad revela el estado de la democracia y su legalidad, pero se ve constantemente disputada por nuevas demandas legítimas de sujetos colectivos, en el seno de la sociedad civil, que dan origen a la revisión de la legalidad existente para abrir espacio a nuevos derechos y responsabilidades de una nueva legalidad, a su vez temporaria.

 

Con vistas a la construcción de la biocivilización, es importante reconocer que la democracia va a abrir caminos en el proceso de transformar la sociedad actual – su estructura y su cultura política, sus principios y valores, el modo de organizar el poder y la economía, la destructiva relación con la biosfera – si algunos sujetos colectivos orientados por el ideal de un nuevo paradigma civilizatorio la empujan en esa dirección. Vale decir que la clave es la participación ciudadana. “La cuna de la democracia es la acción directa, en la plaza y en la calle [como lo demuestran cabalmente los recientes ejemplos en el mundo árabe]. Pero la democracia no termina allí. Democracia implica siempre más participación y se confunde con participación. La calidad de la participación define, en última instancia, la calidad de la democracia misma.”(id.ibid.)

 

Desde una perspectiva radical como la que adoptamos desde Ibase, la democracia se mueve por los principios y valores éticos de la libertad, la igualdad, la diversidad, la solidaridad y la participación, todos juntos y al mismo tiempo, como base del accionar democrático de la ciudadanía activa. La acción y los fines se apoyan en la ética. Una base metodológica de esa índole puede transformar todo lo que se afirmó anteriormente sobre los fundamentos de la biocivilización en una utopía posible, adonde se imaginan, se formulan y se actúa en pos de cambios posibles que se quiere hacer posibles.

 

En realidad, tanto la condición ineludible de la paz como el método para democratizar la democracia son el fermento transformador de lo que hoy tenemos en dirección a la biocivilización. Los caminos por construir se hacen al andar, y no vale la pena definirlos a priori para todos los territorios del planeta, con su diversidad natural y cultural, de pueblos en búsqueda del vivir bien. Conectados y reconociendo la interdependencia de todos con todos podemos construir desde lo local hasta lo mundial, con el método democrático y en paz, una nueva arquitectura del poder para la biocivilización.

 

 

Segunda Parte

Una Posible Agenda de Transición

 

La construcción de un nuevo paradigma no se hace de un día para otro, sino que es un largo y contradictorio proceso histórico colectivo que atraviesa varias generaciones. El sueño, la reflexión sobre la práctica, la osadía y la genialidad de algunos, la aplicación y el sudor de otros, la investigación y la sistematización…todo eso va alimentando el proceso. Estamos ante un proceso imprevisible en sus resultados, aun cuando sea posible determinar el punto de partida y trazar una dirección a seguir, dirección que podrá cambiar. Un proceso de este tipo se verá necesariamente sembrado de conflictos, peleas, idas y vueltas, avances y retrocesos, corrección de estrategias y caminos, y por último, de descubrimientos y fracasos, involucrando a grupos, comunidades, movimientos sociales y organizaciones de la ciudadanía, fuerzas políticas e instancias de poder, organizaciones económicas, culturales, religiosas, desde lo local hasta lo mundial. Se trata de un proceso nada homogéneo, a pesar de la interdependencia a la que llegamos como humanidad a lo largo de la constitución y el desarrollo de la civilización industrial capitalista, especialmente con la reciente globalización. Las múltiples diversidades – de condiciones naturales, de formas de organización social y económica, de gestión política y de culturas- influirán necesariamente en el proceso y en los resultados.

 

Todo esto es necesario, pero insuficiente. Sin voluntad política ni determinación aplicada en la búsqueda de un nuevo paradigma, lo más probable es que prevalezca lo menos osado y nada transformador: adaptarse a lo dominante y mitigar su impacto, sin cambiar efectivamente su lógica. En esa dirección va, por ejemplo, la propuesta más avanzada que nace dentro del sistema capitalista industrial, el tal new deal de la economía verde. Se trata de un nuevo frente de negocios capitalista, para seguir creciendo y acumulando, y no de una propuesta para transformar la economía y el poder que la sustenta a los dictámenes de lo que aquí defino como biocivilización.

 

Esta segunda parte del Cuaderno, a la luz de la discusión de la primera parte, trata de mostrar propuestas de lo que necesitamos hacer aquí y ahora, desde ahora mismo, dentro del sistema, explotando sus contradicciones y potencializando el surgimiento de nuevas posibilidades, poniendo las semillas y cuidando la construcción de un proceso virtuoso de transformaciones democráticas, proceso que busque la transición hacia la biocivilización. Tenemos que cambiar prácticas cotidianas de consumo y de vida, de trabajo y de convivencia, el modo de tratar y de cuidar lo fundamental, a partir de nuestro entorno, de nuestra comunidad, nuestra aldea o ciudad.

 

Se trata de un conjunto abierto de propuestas, que todavía no son totalmente claras. Son propuestas en construcción y una invitación a pensar, a comprometerse, a actuar formulando nuevas propuestas. Para facilitar las cosas, son puntos agrupados temáticamente, en grandes frentes de acción colectiva. Si el camino aquí propuesto logra motivar a los diversos sujetos colectivos involucrados en las luchas por la sustentabilidad de la vida y del planeta, estos puntos serán con certeza corregidos o ampliados y se propondrán también nuevos ítems. Tal es el objetivo más inmediato de esta segunda parte, teniendo presente un proceso colectivo que está al alcance de la mano: tanto la preparación y la realización del Foro Temático Justicia Ambiental y Social en enero de 2012 en Porto Alegre como, más adelante, la incidencia colectiva en la Conferencia Río + 20, en junio de 2012.

 

[Falta organizar de modo inteligible las propuestas, la mayor parte de ellas ya conocidas de algún modo, pero todavía no articuladas en una estrategia de cambio]

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